La idea que impulsa a la película es bastante clara: juntar a dos de las pocas estrellas que quedan en Hollywood, filmar los paisajes de Bali y celebrar algunos chistes que hilvanen ese viaje en el que una pareja que se ama, se casa, y una ex pareja que se odia, se reencuentra. La idea no es original pero a priori alimenta serias expectativas, tan serias como la necesidad de reafirmar el cine mainstream -en esta etapa de crisis- en sus probadas fórmulas, sus inagotables éxitos y el carisma de sus estandartes. Así lo demostró Tom Cruise cuando trajo al presente a Top Gun, un título arrumbado en los anaqueles de los 80, y convirtió a su secuela en el mayor éxito de taquilla de los últimos tiempos, fuera de las franquicias y los superhéroes. Pero a Pasaje al paraíso no le alcanza para tanto: las buenas intenciones de sus artífices, la química de Julia Roberts y George Clooney y los paisajes de Bali no reemplazan el arte de hacer una gran comedia.
Ol Parker había demostrado su interés en el género en una pequeña opera prima de mediados de los años 2000 protagonizada por Piper Perabo y Lena Headey: Imagine Me & You. Era una comedia romántica al estilo de las de los 90, con bastante del espíritu de Un lugar llamado Notting Hill, con chistes de padres despistados, flechazos en la iglesia, malos entendidos y un final a las corridas en un embotellamiento. El detalle distintivo era que las enamoradas fueran dos chicas. Pero el ingenio y la pericia Parker parece haberse dispersado desde ese debut, y en su posterior filmografía asoma apenas con glamour la secuela de Mamma mía! –con menos Meryl Streep y más Lily James-, sostenida en una excusión a tierras pintorescas, los conflictos generacionales entre padres e hijos, y por supuesto el fondo del cancionero de ABBA que todavía quedaba invicto.
Pasaje al paraíso recicla muchas de esas ideas, y no se permite más que actualizar la fórmula de la screwball comedy sin demasiada astucia más allá del gesto de planear sobre su superficie. Y dentro de esa tradición de comedia “alocada” escoge la versión del rematrimonio, aquella en la que una pareja casada y divorciada redescubre su amor luego de volver a pasar tiempo juntos.
En los años 30, las screwball reflexionaron sobre el matrimonio en esa tensión entre el deseo y el deber, ofrecieron diálogos ingeniosos y con doble sentido, excursiones al peligro y el absurdo, amantes que pasaban del odio a la pasión. Lo hicieron con inteligencia y humor, de la mano de directores como Howard Hawks o George Cukor; afirmaron en ese género las mejores películas de un cine que se hacía adulto. Pasaje al paraíso sigue los pasos de esa memoria pero con menos convicción que comodidad y su mayor mérito consiste en explotar la química y el humor que Roberts y Clooney despliegan a través de la pantalla.
En un breve prólogo, y con la noticia de la inminente graduación de su única hija Lily (Kaitlyn Dever) como excusa, Georgia (Roberts) y David (Clooney) exponen ante sus ocasionales interlocutores una breve historia de sus vidas. Se casaron hace 25 años, se divorciaron con solo cinco de matrimonio, ahora se detestan y solo se toleran en nombre de cierta civilidad.
Sus ocasionales encuentros son siempre intervenidos por miradas suspicaces, comentarios hirientes, reproches velados. Concluida la ceremonia de graduación y arrojados los birretes, Lily emprende un viaje de vacaciones hacia Bali junto a su mejor amiga Wren (Billie Lourd). Pasados los primeros días en la playa, asistimos al flechazo de Lily con un lugareño y al repentino anuncio de una boda isleña con toda la familia del novio, Gede (Maxime Bouttier), en la paradisiaca Polinesia. He aquí el disparador de la comedia: Georgia y David se odian pero deben unir fuerzas para boicotear el casamiento y traer de nuevo a Lily a los Estados Unidos y, por supuesto, a la sensatez de una vida civilizada sin tanto sol ni algas.
Lo que anima el relato es la obligada convivencia entre los viejos enemigos –convertidos ahora en aliados- y los habitantes de Bali, generosos en sonrisas y tradiciones, excursiones a lugares de ensueño, fiestas con alcohol y música disco. Hay escenas divertidas –como el concurso de beerpong con música vintage- y algunos chistes previsibles (los de reiteradas traducciones).
Clooney funciona como un dispenser de one liners algo oxidado pero entregado a la diversión y Roberts construye la comedia con su presencia, con aquel oficio que forjó su nombre. Quizás a la película le falta esa malicia que esgrimió la mirada del australiano P. J. Hogan en La boda de mi mejor amigo a la hora de pensar el género desde la perspectiva de los villanos. Georgia y David afilan sus colmillos pero sin tanta irreverencia y los gags se acomodan a esa perspectiva dulzona y algo lacrimógena que quiere terminar brindando al final de la ceremonia.