Lo mejor que logró la directora Barbara Meyers en este regreso al cine después de varios años es la originalidad en la relación de los personajes. Ellos son un jubilado con nada de ganas de permanecer inactivo (Ben, a cargo de Robert De Niro) y ella es Jules (Anne Hathaway) una ejecutiva adicta al trabajo que montó de la nada una exitosa empresa de venta de ropa on line. En su ámbito laboral todo es tecnología e innovación, juventud, perfeccionismo, y control absoluto de todo el proceso de comercialización, desde la atención de los clientes hasta el modo de embalar los pedidos. El -que llega a la compañía como parte de un programa de inclusión de adultos mayores- es igual, pero de la vieja escuela: lapiceras y agendas, en lugar de laptops, sacos a medida y corbatas, attachés, discreción, puntualidad y eficiencia, y siempre un pañuelo a mano, “el último gesto de caballerosidad para ofrecer a una mujer”. El conflicto llega, paradójicamente, cuando la empresa va demasiado bien: se expanden a un ritmo tan vertiginoso que Jules no puede mantener todo el proceso bajo control. Cuando sus circuitos de alta velocidad comienzan a fallar allí entra en juego el analógico Ben y su experiencia, su mesura y su sabiduría, y sus famosos pañuelos. Meyers construyó una comedia amable, nada pretensiosa, muy bien producida, con un relato más bien lineal, pero lo montó de una forma tan eficaz, con una producción impecable, en el contexto cool de Brooklyn y puso al frente a dos actores que no necesitan nada más. De Niro, con más gestos que palabras, muestra una vez más por qué es quién es, y Anne Hathaway lo acompaña con convicción y se pone a la par del legendario actor que le tocó como coprotagonista.