Pablo Reyero, que realizó la investigación, escribió el guión, hizo la cámara y produjo su película, vuelve al género documental, que tan bien conoce, desde su debut en la dirección con Dársena Sur (1998).
Y fueron motivos personales los que lo llevaron a entrevistar a los descendientes de Juan Calfucurá, líder de la Nación Mapuche, y viajó hasta Neuquén. Los relatos familiares e historias de vida que escuchó de chico lo llevaron a encarar esta producción, que le demandó cinco años, y que tiene el sustento de una narración tan mansa y tranquila como reveladora.
Los mapuches controlaron, entre 1874 y 1878, un largo corredor que comunicaba el Océano Atlántico con el Pacífico, y que manejaban la extracción de las Salinas Grandes. Pero la mal llamada Conquista del desierto diezmó a los habitantes originarios, que se refugiaron en el Paso San Ignacio.
Los mapuches, que habían ayudado al General San Martín en su gesta libertadora, con el correr de los años trataron de mantener su cultura, la figura del beato Ceferino Namuncurá, y hasta Newen, una piedra sagrada que habría sido, con sus poderes, la responsable de que no se haya exterminado el linaje de Calfucurá.
Las necesidades no satisfechas de esa familia, que cuenta con planes de apoyo del gobierno, que vende chivos cuando puede, y que también sobrevive como puede, pasan a ser otros ejes del relato. Los testimonios en primera persona, recortados sobre la magnífica geografía del lugar, generan una sensación de extrañeza. De admiración, pero también de impotencia.