La Reina del rap
Nos encontramos con Patti atendiendo la barra de un mugriento bar, barriendo pisos, y cargando a cuestas con unos cuantos adultos irresponsables en un suburbio de clase trabajadora de Nueva Jersey. Su madre, Barb, interpretada con brío escandaloso por la artista de cabaret y comediante Bridget Everett, es una ex rockera que canta como los ángeles, pero que ahoga sus penas en amargura y alcohol. Ella está demasiado celosa y despreciativa del medio elegido por Patti para tratar de ser de alguna utilidad. Así pues, Patti, o Killa P -como ella quiere llamarse a sí misma- cuando finalmente irrumpe en una escena como la de la música rap mayoritariamente masculina, en su mayoría negra e inhóspita, no lo va a tener fácil para triunfar. Exceptuando, un amiguete bastante dicharachero, su pléyade de “colegas”, que incluye a un repugnante espécimen del que está enamorada, ninguno tiene problema alguno llamándola Dumbo, dado su aspecto físico.
Sin duda lo más acertado de la trama es incluir a unos personajes secundarios improvisados a partir de un grupo de tipos contraintuitivos construidos de forma bastante adusta, quienes raramente se vuelven humanos plausibles. La gran Cathy Moriarty (Gloria, Cop Land) como la incondicionalmente paciente pero muy enferma abuela de Patti, que es poco más que una mordaza visual en una peluca ligeramente sesgada; el ya citado socio de producción de Patti, Jheri, un cantante de R & B del sudeste asiático y empleado de droguería amablemente interpretado por el actor no profesional Siddharth Dhananjay, y sobre todo la magnética presencia del enigmático Basterd, a quien la protagonista descubre en un desconsolado pero mítico vagar por bosques espinosos en una cabaña atestada de proyectos creativos. Un anarquista vapuleado por los más convencionales que acabará uniéndose a una banda de música harto peculiar.
El director de esta propuesta movida, Geremy Jasper, un productor de videos musicales que debuta aquí en el terreno del largometraje, nos desvía continuamente hacia secuencias de fantasía que apuntan a los sueños de Patti, de movilidad ascendente y una vida más rutilante que el mundo terriblemente mundano en el que se encuentra atrapada, ya sea por clase o mala suerte, aspectos que atentan con sus sueños. Están bien, pero los impulsos más fuertes del director son sólidamente realistas, en el sentido amoroso hacia una ciudad que te atrapa y no te permite cumplir tus sueños. En ese sentido, existen un par de escenas ejemplares que cobran mucha fuerza durante el desarrollo argumental: una en la que la heroína de la función se encuentra cara a cara con su músico más idolatrado y otra en la que su madre da el do de pecho en un karaoke para acto seguido vomitar todo lo que lleva en el cuerpo.
Sin embargo, a pesar de su actitud nerviosa y su entorno extraño, la película está demasiado inclinada a complacer a las multitudes para que se unan al punto de vista planteado. De hecho, lo más transgresor de Patti Cake$ es la blancura de su heroína en un mundo negro. Estamos ante una historia más sobre género que sobre raza, y Jasper se aventura solo cunado la cosa podría haber dado mucho más de sí. Cuando todo parece perdido para Patti, la ayuda proviene de una rapera negra que también conoció el rechazo y ahora siente empatía por quien intenta ver cumplido su sueño. Y entre tanto devaneo emocional y choque de realidades y fantasías se cuelan una serie de canciones altamente adictivas, donde las hirientes y críticas letras dicen mucho más que lo que muestran las imágenes.
Es en ese punto donde uno sale del cine con la sensación de lo que podría haber sido y no fue. No se arriesga lo suficiente y la puesta en escena es demasiado plana y adocenada. Hay demasiado control para una trama que exigía mucho más arrojo y riesgo a la hora de narrar el desasosiego de quien se cree talentosa y no encuentra la salida para explicar su arte. Cuando Patti Cake$ crece, estamos ante una película muy buena, pero algunos cambios en su previsible devenir hubieran sido bastante bienvenidos.