Nadie puede negar la importancia del cine en la construcción del relato histórico. No como reemplazo ni como complemento de la historia sino como narración colindante y forma de relacionarnos con el pasado. Los pecados de mi padre, como documental sobre un personaje sobresaliente de la historia latinoamericana reciente, tiene el valor de relato histórico pero suma un plus, un hecho que trasciende el ámbito cinematográfico aunque imposible por fuera de él.
Empecemos por el principio. Los pecados de mi padre trata sobre Pablo Escobar Gaviria, el jefe del cartel de Medellín y uno de los hombres más poderosos de los años 80. El relato tiene la perspectiva en primera persona de su hijo, Juan Pablo Escobar, quien vive exiliado hace 15 años en Argentina escondido bajo el nombre de Sebastián Marroquín. Su testimonio, como puede desprenderse del título del documental, matiza en tono crítico, cartas, fotos, videos VHS caseros y audios en casetes provenientes del archivo familiar. De esta manera se lleva a cabo un doble recorrido: Pablo Escobar como el padre cariñoso que le daba los gustos a sus hijos, por ejemplo, haciéndolos elegir a través de documentales, animales exóticos para tener en su zoológico particular; y Pablo Escobar como el hombre ambicioso y despiadado sin techo en términos de influencia y poder.
En el último punto surge la bisagra: el proyecto de ser presidente y el ingreso a la política marcado como el momento en que “todo se desbarranca”. Recursos económicos, respaldo público y carisma personal no le faltaban… sumando donaciones y planes puestos en marcha vinculados al deporte y construcción de barrios humildes hacen de Escobar un personaje evidentemente popular. Sus aliados del Nuevo Partido Liberal, el Ministro de Justicia de aquel entonces, Rodrigo Lara Bonilla y el candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento, progresivamente ven en Escobar un contrincante de peso y ponen una mácula indeleble en su meteórica carrera política imputándolo como narcotraficante y echándolo posteriormente del partido. La denuncia sobre negocios ilícitos lo hace trastabillar pero no tiembla: manda sicarios para matar a Lara Bonilla y a Galán, sus antiguos aliados. Como estrategia para limpiar su imagen, Escobar se entrega y va a parar a una cárcel que resulta ser un palacete construido por él mismo desde donde sigue manejando los hilos de la droga. Más tarde cuando sale, acorralado en la clandestinidad, termina muerto por la policía en diciembre de 1993. Su hijo tenía 16 años. Otra historia comienza para él y para la vida política colombiana.
Hasta acá tenemos un film que cuenta muy bien hechos que pueden seguirse desde cualquier diario de la época con el toque doméstico y fustigador de su hijo. Pero aquí, el documental deja de ser un registro de hechos ya ocurridos y comienza a tomar vida propia propiciando un hito en la historia política social de Colombia. El acontecimiento, ideado por del director de la película Nicolás Entel, es que Sebastián Marroquín escriba una carta de perdón por los crímenes de su padre a los hijos de Galán y Lara Bonilla. La misiva, que sería mandada por mail, propondría un encuentro que pueda obrar como ejemplo de pacificación.
Es muy destacable este documento fílmico. Por los aspectos técnicos de la producción, por el guión, el buen tono del narrador, la música original a cargo Diego Gutman y principalmente, por el logro del director al generar confianza en el hijo de Pablo Escobar, quien a su vez toma este medio para salir a la luz luego de 15 años, enfrentarse a una cámara contando su propia versión de los hechos y regresar a su país mediante un gesto histórico. Pero afortunadamente la película resulta más profunda que sus personajes. En un país en donde la lista de crímenes es interminable, la intención de los hijos de victimas y victimario es sembrar semillas de perdón y de reconciliación. Pero es esta misma premisa se convierte en el punto más debatible por resultar algo indolente y superficial en boca de sus protagonistas (vamos p´alante, repiten).
Un documento audiovisual que registre paso a paso el encuentro, les cierra a todos los huérfanos. Marroquín presenta al mundo un documental como una elegante manera de expiar las culpas en nombre de su padre y los delfines Lara y Galán, profundizan un perfil muy potable en su joven y meteórica carrera política asentada en el asesinato de sus padres. En este pequeño marco, la idea de “reconciliación” suena a tintineo algo hueco. En un plano más amplio, el encuentro es valioso. Y acentuado porque entre todos elaboran un mensaje válido no sólo para colombianos sino para todos los crímenes que cruzan cuestiones políticas y personales heredadas de otros protagonistas: no a la venganza ni a la violencia, sí al perdón.
El documental estrenado en Mar del Plata en el Festival, recorrió el mundo y también se exhibió en Colombia, provocando evidente repercusión. Es que Los pecados de mi padre es una obra que no sólo registra un hecho histórico, sino que lo promueve, lo construye y lo difunde con una voz propia, con el valor de acompañar la visión de un controvertido protagonista pero de agrandar el marco en un contexto y una problemática más profunda que excede los propósitos individuales de los protagonistas.