Retrato político, drama íntimo
Lejos del panfleto obvio y las interpretaciones unidireccionales, el opus 3 de Mariana Rondón refleja el vínculo entre un chico y su madre viuda –en permanente estado de crispación, por el entorno político y personal– en la Venezuela actual.
“Este es el traje para los niños”, le indica el señor de la casa de fotografía al pequeño Junior, cuyo sueño es sacarse una foto vestido de cantante pop. El traje que el señor le ofrece es un uniforme de comandante, rematado por una boina roja. Ese para los chicos y hay uno de reina de belleza para las nenas. No sólo hay una suerte de disciplina de género militarizada en la Venezuela que muestra Mariana Rondón en Pelo malo, sino que ese estado parece admitir dos únicos modelos: el de Miss Venezuela para las mujeres y el de comandante para los varoncitos. Ganadora del premio a Mejor Película en San Sebastián y La Habana el año pasado, así como los de Mejor Dirección y Guión en Mar del Plata y Mejor Actriz en Montreal y Torino, Pelo malo no fue recibida con bombos y platillos en su país. Filmada antes de la muerte de Hugo Chávez y estrenada al mes siguiente, esa boina roja de la casa de fotografía debe haber caído como un patadón en la Casa de Gobierno en Caracas. Y no es precisamente un detalle aislado, sino apenas una de las frutillas de un postre envenenado.
Lo loable del opus 3 de Rondón es que no cae en el panfleto obvio, ni siquiera en lo que se conoce como “film de denuncia”, sino que imbrica el retrato político en el drama íntimo. El conflicto del título –aparentemente nimio, y sin embargo crucial– transparente el cuidado que ha puesto Rondón, autora también del guión, en cerrarle el paso a toda interpretación unidireccional. Lo “malo” del pelo de Junior (el debutante Samuel Lange) es que es rizado, y él quiere alisarlo como sea. Sucede que su papá, asesinado en circunstancias no especificadas, era negro. Mamá no. ¿Lo que le molesta a Junior es tener pelo mota o que ese pelo le hace recordar a papá? ¿O ambas cosas? El relato es lo suficientemente elíptico como para no responder jamás esa pregunta y otras. Pero el hecho de que al chico le digan Junior habla de una ligazón con el padre que más parece un yugo. Uno más.
Por qué Marta (Samantha Castillo) trata a su hijo como lo hace es otro interrogante mayor. También en este caso las posibles razones son de lo más variadas. A la viudez temprana de Marta se le añaden un bebé de meses, dos despidos sucesivos y –otra vez– la discriminación de género. La despidieron de su puesto de vigilante privada y ya no quieren volver a tomarla en ese cargo. Sólo como empleada doméstica. Salvo que esté dispuesta a tener una atención especial con su libidinoso ex jefe, lo que le permitiría recuperar el puesto. Las relaciones interpersonales son, en Pelo malo, tan disfuncionales como los mandatos de género. Ahí está, sin ir más lejos, la ex suegra de Marta, que quiere quedarse con Junior para mitigar un poco la falta del hijo. Y para ello no anda con vueltas: al ver la situación económica que atraviesa su ex nuera, le ofrece comprárselo. Y mamá considera la oferta.
Residentes en un complejo de monoblocks que es un microcosmos hacinado, Marta y Junior salen a la calle, y allí los reciben otras formas de encierro: caos vehicular, colas interminables para tomar el colectivo, perversos cotidianos que aprovechan los apretujones en el colectivo, comercios que venden accesorios militares. El estado de crispación de Marta parece producto tanto del entorno (físico y político) como de su situación personal y los prejuicios incorporados. Convencida de que el cóccix de su hijo es “una cola”, basta que asocie su obsesión capilar con la amistad que tiene con un guapo despensero para que vaya corriendo al médico, a preguntarle cómo hacer para “corregir” al niño. La ambigüedad también se impone a la hora de determinar cuáles son las preferencias o inclinaciones sexuales del niño. Es tan cierto que el despensero genera algo en él como que, cuando la abuela quiere vestirlo con un “traje de cantante” que a él le parece un vestido, se lo arranque de un manotazo y no quiera volver a verla nunca más. Cross-dresser seguro que no es.
El tema no es, de todos modos, la elección sexual de Junior, sino la homofobia de mamá. Basta ponerla en línea con los modelos de la casa de fotografía para sonsacar que la delimitación sexual como de formación militar no es precisamente un tic personal de Marta. Filmada con notoria fluidez visual y narrativa, editada de modo de reforzar las elipsis que presiden el relato –tal vez excesivas, en ocasiones–, la película de Rondón termina de redondear su efecto en el nervio de las actuaciones. La de Samantha Castillo es de ésas en las que se hace imposible diferenciar actriz de personaje. Esa madre crispada, de permanente ceño fruncido, dueña de una sexualidad salteada pero ardiente, eventualmente violenta con su hijo y hasta tan cruel como una mater ripsteiniana, Marta se siente más real que la realidad misma.