El segundo largometraje de ficción de la realizadora brasileña se sumerge en la conflictiva relación afectiva entre un escultor y una bailarina.
La directora de Historias que sólo existen al ser recordadas (2011) indaga en la intimidad de una pareja de artistas que intenta desarrollar sus respectivos proyectos mientras trata de convivir en un ámbito muy particular como un gigantesco galpón industrial abandonado reconvertido en lugar de exploración para la danza y la escultura.
La carioca Murat alcanza algunos aislados momentos de intensidad dramática, pero en varios pasajes la película se torna irritante en la descripción de las contradicciones y miserias de estos artistas con sus egos y carencias a cuestas. Hay algo de psicodrama en la propuesta (los personajes tratan de canalizar los sentimientos que apreciamos en la escena previa en expresiones artísticas que desarrollan en la siguiente), pero -más allá de las búsquedas y experimentaciones- son escasos los hallazgos.
La propuesta se remite casi por completo a las escenas de sexo, las discusiones, las diferencias, la rivalidad y los esfuerzos de armonizar en algo que tienen estos dos personajes, ya que las veces que llegan sus colaboradores (para jugar al fútbol, para trabajar en algún proyecto o para participar en una fiesta) es poco lo que agregan a esta suerte de película de cámara sostenida por las actuaciones de Raquel Karro y Rodrigo Bolzan.
Encuentros y desencuentros afectivos (el tema de la maternidad/paternidad, por ejemplo, está siempre rondando la relación) y frustraciones en el terreno de la creación artística (ninguno parece estar demasiado conforme con los resultados de sus obras o coreografías) son los ejes de un film que se va desarrollando a medida que los protagonistas evolucionan (o involucionan) en sus respectivas búsquedas y caminos. Un film algo tortuoso, errático y caprichoso sobre la angustia existencial ligada al proceso creativo.