El tercer film de Victoria Galardi (“Amorosa soledad”, “Cerro Bayo”), “Pensé que iba a haber fiesta”, transita por los laberínticos caminos de la frustración, la soledad y la persecución de sueños que no pueden concretarse. Los personajes van a la deriva, en busca de un tiempo o un lugar que los convoque a compartir sus soledades. A primera vista, al parecer, los protagonistas son invocados por el azar a reunirse en una casa en el barrio de Belgrano “C”, de clase media alta, en la cual transcurre casi todo el relato.
La dueña de casa, Lucía (Valeria Bertucelli), decide invitar a su íntima amiga, Ana (Elena Anaya), una bella actriz española, a compartir por unos días su chalet. En realidad lo que le solicita es cuidar de su hija, hacerse cargo de la casa y a la vez disfrutar de ella como si fueran unas mini vacaciones, ya que ésta tiene pileta de natación y buen solárium. Ese pedido no podía habérselo hecho a su ex, Ricki (Fernán Mirás), padre de su hija adolescente, con un manifiesto comportamiento inmaduro como si tuviera miedo a ingresar en la ruta de la vejez, con el que mantiene una relación distante y hasta por momentos agresiva, porque sabía que no podría cumplir con el compromiso acordado.
Lucía tiene una nueva relación afectiva, Eduardo (Esteban Bigliardi), que paulatinamente va deteriorándose. Por eso planeó el viaje al Uruguay en un intento por unir los fragmentos de un amor que poco a poco iba despareciendo. En medio de la historia hay una adolescente, Abi (Abigail Cohen), que no sabe bien hacia adonde dirigirse ya que ella también está presa de sus propios conflictos, y su realidad se circunscribe en un espacio alejado de los adultos.
El espectador que busca o intenta encontrar un relato tradicional en el filme, con un principio, un conflicto y un desenlace, se equivoca, lo que la directora presenta en él son situaciones cotidianas, climas, momentos de un grupo de personas que viven cada una inmersa en su mundo y que circunstancialmente se enfrentan al otro. El conflicto surge al final, cuando ya casi termina la historia. En las pequeñas subtramas aparecen personajes como el jardinero (Esteban Lamothe), y parte de la familia de la nueva pareja de Lucía, un amigo, un hermano cocainómano, su mujer e hijo y el perro. Estas escenas si están o no están dentro de la peli es lo mismo porque no aportan nada al crecimiento del conflicto, sirven sólo para dar un cierto toque de humor a la propuesta.
La película habla más por lo que no se sabe que por lo que dicen los protagonistas, ya que éstos son personajes borrosos, sea porque no están bien propuestos por la guionista o porque ellos por sí mismos intentan mostrar una la realidad que no sólo se agota en las apariencias y que el mundo continúa más allá de donde hasta ahora habían creído y lo hacen de forma no familiar, vulnerando el espacio, el tiempo y la causalidad. Existe en ellos una fuerza que trasciende sus conciencias, mientras creen estar comportándose por la determinación de su voluntad, obedecen a leyes que transgreden continuamente esa voluntad. La impresión del espectador será que existe un orden escondido e inescrutable que guía los pasos de los protagonistas.
El filme habla sobre dos mujeres, que a pesar de la amistad, pueden sacar sus uñas en el instante en que una de ellas viola el espacio íntimo de la otra. Se plantea también la cuestión de pertenencia. Es decir: “este hombre no está conmigo, pero igual me pertenece y no hay derecho a estar con él. Es uno más de los objetos que están en mi casa”.
“Pensé que iba a haber fiesta”, es una realización con rubros técnicos de gran excelencia, y que pese a errores de estructura se podría inscribir en la corriente neonaturalista, ya que refleja situaciones o fragmentos de la vida de un modo no convencional, que como ésta nada es igual a lo que se piensa; y en un momento todo, lo que parecía tranquilo, estalla y se convierte en infierno.