Mujeres al borde de un ataque de nervios
Con evidente sensibilidad femenina, la realizadora de Amorosa Soledad y Cerro Bayo narra el incómodo encuentro de dos amigas. ¿Por qué estuvieron distanciadas, qué las une ahora, hasta qué punto es sincero el afecto entre ambas?
¿Será prejuicioso preguntarse si esta película la podría haber filmado un hombre? Uno sabe que hubo y hay cineastas varones dueños de una intensa afinidad con el universo femenino, desde el neoyorquino George Cukor hasta el manchego Pedro Almodóvar. Uno de ellos, Ingmar Bergman, llegó a asomarse al interior más profundo de sus personajes femeninos, haciéndolo aflorar en el más mínimo gesto o pliegue del rostro. Pero una cosa es la afinidad o comunión y otra la sensibilidad. Tiende a pensar el cronista que se requiere de una sensibilidad femenina para dar un paso más y ya no sólo atisbar en la superficie del rostro, sino directamente leer en él lo más escondido o reprimido. Como quien observa entre aguas. ¿Será por eso que tantas escenas de Pensé que iba a haber fiesta tienen lugar junto a una piscina o dentro de ella? En la nueva película de Victoria Galardi –-realizadora y guionista de Amorosa Soledad y Cerro Bayo– es como si los cuerpos de las actrices circularan en algo que pudo haber sido una comedia, mientras sus cabezas están en una de Bergman. Por eso pensé que iba a haber fiesta: porque es su pensar lo que les impide participar plenamente de ella.
Ya la escena inicial plantea el conflicto, la coexistencia entre un exterior límpido, perfecto, cristalino, y un interior que no lo es tanto. Tan bonita e impecable como Elena Anaya (protagonista de La piel que habito, de Almodóvar) puede serlo, la española Ana llega en su auto de alta gama a un barrio privado que parece como de Amas de casa desesperadas. Hace una maniobra cadenciosa, estaciona y a la puerta de una de las espléndidas casas del barrio la atiende su amiga Lucía (Valeria Bertuccelli). No se ven desde hace tiempo y, sin embargo, no se saludan con la clase de abrazo pleno que dos amigas de toda la vida suelen darse en una situación como ésa. A Ana se la percibe dubitativa, ligeramente ansiosa, extrañamente insegura para una situación tan neutra y banal. Lucía parece cumplir con un dejo de molestia el ritual del beso y el intercambio de frases de rigor. Como si eso interrumpiera algo en lo que venía pensando y en el fondo le interesa más.
¿Por qué estuvieron distanciadas, qué las une ahora, cuál es la razón de esa rara incomodidad, hasta qué punto es sincero el afecto entre ambas? Algunas preguntas tienen respuestas concretas, otras no tanto. Ana y Lucía entran en el patrón de “chicas ricas con tristeza”. Ana es actriz y no le falta trabajo, aunque su condición de española limite sus papeles (interesante autoironía sobre la inclusión de Elena Anaya en la película, coproducción con la compañía de Fernando Trueba). Aunque es una belleza, sus relaciones amorosas no han sido muy satisfactorias. Lucía vive en una de esas casas como de aviso publicitario, con parque, piscina y jardinero. Está separada de Ricky (Fernán Mirás), tiene una hija preadolescente y nueva pareja (Esteban Bigliardi). Como se va unos días a Colonia con Eduardo, necesita que Ana le cuide la casa y la hija.
La película transcurre en el hiato que va de la Navidad a Año Nuevo. Tal vez esa semanita le venga bien a Ana para tomar algo de distancia y pensar. El problema es que Ricky pasa a buscar a Abi, y algo pasa entre ellos. Sin embargo, nadie parece nunca del todo a gusto en Pensé que iba a haber fiesta. Ana la pasa bien en sus salidas con Ricky, pero no puede olvidar que él es el ex de su amiga. Lucía da la impresión de estar tan molesta cuando le explica a su amiga el funcionamiento de la casa –con la impersonalidad con que se trata a una mucama nueva– como cuando vuelve de Colonia, antes de lo previsto y tras haber tenido algún problema con Eduardo. Pero el problema parece más producto de su angustia que de algo concreto. Hasta el jardinero de Esteban Lamothe, que es lo más parecido a un descanso cómico que presenta el film, parece disimular algún enojo. Que no se sabe bien si es con Ana, Lucía, su socio, el trabajo en sí o, vaya a saber, tal vez la vida misma.
El hiato no es sólo temporal en el film de Galardi. Más importante es el que se abre –se entorna, más bien– entre lo material y visible y lo intangible. Es ejemplar el modo elíptico en que el film va dejando asomar sus cartas, desde las más concretas (nombres, parentescos, relaciones entre los personajes) hasta las menos. Más ejemplar aún, por lo valiente, es la forma en que el film se cierra, dando la espalda a la pretensión de que toda película abroche sus temas con la falta de dudas propia del mainstream hollywoodense. Aquí, si algo persiste es la duda, la ambigüedad, el malestar incierto. Con la habitual asistencia del notable director de fotografía Julián Ledesma, Pensé que iba a haber fiesta hace pensar en la incipiente pero excesivamente autocentrada Amorosa Soledad y la algo tipificada Cerro Bayo como borradores para un film, ahora sí, definitivamente consumado.