Pensé que iba a haber una buena película
Lucía y Ana son amigas. Ana ha sido invitada por Lucía para cuidarle la casa por unos días en los que ella estará ausente. Lucía tiene una hija adolescente fruto de un matrimonio anterior con un hombre llamado Ricky con el cual tiene una muy mala relación. De modo casual Ana y Ricky comenzarán a tener una aventura que parece poner en peligro la amistad de las dos amigas.
Las actuaciones del film son convincentes sin ser descollantes, y el relato en su conjunto presenta algunas modestas virtudes en el orden de la narración sin llegar a profundizarse el núcleo dramático en un auténtico conflicto cinematográfico. Confieso que el verdadero inconveniente en Pensé que iba a haber una fiesta es un asunto de principio, y como tal, o se asume o no.
Por principio considero que lo sustantivo de un hecho cinematográfico es el desarrollo del conflicto, el cual se escenifica y se representa hasta el paroxismo. El tema de la resolución de ese conflicto puede tener muy diferentes variantes, siempre según los gustos, pero aún amparados en idéntico principio: a) resolución positiva del conflicto, es decir, el llamado “final feliz”; b) resolución negativa del conflicto, es decir, la película que termina trágicamente; e incluso la muy atípica y siempre controversial variante c) de no resolución del conflicto, o lo que se denomina técnicamente como final abierto, conflicto en suspenso, etc.
El problema del film que nos ocupa no reside en el contenido de su conflicto sino en el modo en que ese conflicto es expuesto al espectador. Podría argumentarse que bajo el principio mencionado se sigue la regla siguiente: el desarrollo del conflicto deberá tener una magnitud igual o superior a la extensión de la presentación de los personajes y del contexto, de modo que si la introducción narrativa de la película durara por ejemplo media hora, el desarrollo del conflicto debiera durar por lo menos media hora o más.
Está claro que este postulado puede presentar algunas alternativas que excusen al realizador de extender la duración del conflicto; ello consiste en acumular niveles de tensión que compensen y sopesen el exceso de la presentación. Pero en cualquier caso se tratan de leyes compensatorias que hacen al equilibrio del relato.
El film de Victoria Galardi no se deja regir por ninguna de estas premisas, sumiéndose gustoso en el rechazo del principio mencionado. La realizadora ha elegido priorizar las condiciones iniciales de descripción de los personajes, de las relaciones y del contexto, asumiendo de ese modo una tonalidad narrativa eminentemente paisajística, dejando muy poco tiempo -o ninguno- al desarrollo del conflicto que se plantea. Bien podría haberse mitigado esta situación (que es problemática si es que se asume el principio, como se ha dicho) de haberse planteado un conflicto con una carga conflictiva muy superior al que se ha propuesto.
La transgresión que supone la aventura romántica de Ana respecto de su amiga no llega -según todo lo precedente- a compensar de modo suficiente una duración deficitaria del conflicto. El relato se ocupa en exceso de estas condiciones iniciales y cuando el conflicto se desencadena y parece comenzar el asunto más jugoso, es decir, cómo se sostienen las relaciones en el marco de ese conflicto (que es en definitiva el tema propuesto) la experiencia fílmica simplemente se da por concluida. Insisto, el problema no está preponderantemente en el final abierto o no resolutivo, que es una cuestión de gusto.
La experiencia fílmica bien puede concluir pero quedar latente la situación de conflicto en la percepción imaginaria del espectador. El asunto cardinal en este caso es que el conflicto no ha tenido el espacio o el marco suficiente para justificar dicha suspensión y dejar -a pesar de ello- una sensación en el espectador de conflictividad latente.