La fiesta olvidable
Ana (la actriz española Elena Anaya) y Lucía (Valeria Bertuccelli) son amigas, quienes, aunque en distintos momentos de su vida (la primera, actriz entre proyectos, soltera y sin apuro; la segunda, madre divorciada, con nuevo novio y proyecto laboral), coinciden en el lugar: la casa de Lucía, la cual Ana le va a cuidar por unos días mientras esté de viaje con su pareja.
La casa burbuja en la que se queda Ana, donde el exterior no tiene incidencia alguna y las únicas intrigas que se cuecen son las familiares y las sexuales, es el escenario excusa para observarla en plan de vouyerismo intimista. Algo así como si en el zoológico uno de sus habitats fuera para chica-en-sus-treinta-y-tantos-con-temas-a-resolver. Lo que nos permite ver la directora Victoria Galardi no es muy interesante. Es cierto que Ana es linda, pero además no tiene problemas en bailar sola de forma ridícula, en cometer errores, llorar en el baño, en que quede claro una y otra vez que no es perfecta. Lamentablemente, no es suficiente para evitar que su personaje caiga en ciertos clichés y no pase de un estereotipo que denota torpemente su armado. Elena Anaya sirve de contenedor vacío al cual la guionista y directora arroga actitudes y comportamientos, lo cual es irónico dado que su papel más conocido es el de un contenedor corporal para que el personaje de Antonio Banderas en La Piel que Habito moldeara a gusto, y aún así, en ese film de Almodóvar la actriz tuvo los elementos y la guía para poder construir un personaje más rico.
Para agregar un elemento más en la olla-a-presión que se cocina lento (tan lento que nunca hará verdadera ebullición) aparece Ricky (Fernán Mirás), el ex esposo de Lucía, quien flirtea con Ana cuando pasa a buscar a su hija. Al día siguiente la invita a salir y de postre tienen sexo.
Por su lado, Lucía afirma que su ex es patético, por recaer en el cliché de cuarentón divorciado que se compra una coupé, pero todo y todos en Pensé que iba a haber Fiesta están recubiertos por una pátina de patetismo. Ella misma se pasa de neurosis, su novio Eduardo es un imbécil (que divierte al espectador, pero imbécil al fin), Ricky parecerá más centrado que lo que su ex esposa describe de él, pero en definitiva flirtea sin ningún remordimiento con su amiga, Ana en sí carece de cualquier noción de autocrítica sobre la responsabilidad que tiene sobre su propia vida y decisiones. Para eso, es mejor refugiarse en la casa burbuja de Lucía, lejos de los ruidos de la ciudad y de la realidad en general.
Son, en su mayoría, personajes insufribles, estereotipos de una clase con muy buen pasar -la economía en ningún momento es un conflicto- de Zona Norte (ahí está el tren Retiro-Tigre de participante) en un verano tan lleno de hastío como sus vidas.
Las comedias dramáticas que se centran en personajes detestables no son ninguna novedad, pero en Pensé que iba a haber Fiesta se llega a un punto donde uno no puede dejar de preguntarse cuándo se termina la fiesta de la autoindulgencia. Galardi se contagia de esta característica de sus personajes y se permite detenerse en momentos que no contribuyen ni al crecimiento narrativo ni al desarrollo de sus personajes, pero tampoco sirven como radiografías de un momento. El mejor ejemplo es la dichosa Fiesta del título, una reunión de fin de año donde están Lucía, Ana, Ricky, el novio de Lucía, su familia, y por si fueran pocos, el perro. De poco sirve el buen trabajo de los actores que interpretan a los cuñados de Lucía y el pretendiente que le imponen a Ana.
Hay que reconocer el mérito de Galardi como guionista de no romantizar la relación entre Ana y Ricky, no la recubre de grandes gestos de comedia romántica ni fetichiza los esperados "momentos claves". Puede que esto sea en parte a que la relación central es la de las dos amigas, aunque el mismo film se olvide de ello durante buena parte de su duración.
Los momentos destacables de Pensé que iba a haber Fiesta vienen de parte de sus comic reliefs, en los que Galardi logra desplegar el patetismo que circunda a su film y canalizarlo -aunque efímeramente- en viñetas que despiertan algo de interés. No creo que sea coincidencia que sean en general las protagonizadas por Esteban Bigliardi, la sorpresa de la película (en mi caso porque admito no lo ví en otros films). Su interpretación de Eduardo, el novio de Lucía -el peor representante del profesional de clase acomodada completamente caído del catre pero que se cree un regalo del cielo (es decir, un banana absoluto), con sus bermudas caquis y sweater crema colgado al cuello- más allá de partir de un estereotipo gastadísimo, gracias al timing cómico de las escenas y del actor (que no peca de exagerar en su composición de un personaje tan marcado) generan momentos genuinamente graciosos.
Por su parte, Bertuccelli y Mirás entregan interpretaciones correctas. La primera, en un rol que ya saca de taquito y que se repite en su repertorio; el segundo, en un giro de 180 grados de su personaje en Días de Vinilo (también, de lo mejor de ese film), y con un personaje que, si bien no es destacable, lo lleva con dignidad. También hace un par de apariciones olvidables Esteban Lamothe (el protagonista de El Estudiante) como el jardinero -¿en un intento de humor deadpan?- el único personaje que viene del "exterior de la casa" propiamente dicho a irrumpir (lo vemos entrar y salir por el portón del fondo, por sus propios medios) y casualmente, el único que se come las "s" al hablar.