Las películas con base en la rutina diaria suelen tener dos tipos de públicos. El primero busca encontrar en la ficción un retrato que espeje sus vidas con pocas o nulas variaciones, pero siempre sacando una conclusión innovadora. El segundo no puede esperar al momento en que la cotidianeidad presente un nudo, un cambio abismal que ponga al personaje rutinario de cabeza. En el caso de Pequeña flor, Santiago Mitre incluye ambas facciones de espectadores en el mundo de José. Luego de perder su trabajo, el personaje interpretado por Daniel Hendler está a punto de quedarse encarcelado en la rutina agradable de cuidar a su hija cuando un exótico vecino cambia su forma de ver las cosas.
José, que hasta el principio de la película es un hombre al que el trabajo le deja poco tiempo para sintonizarse con la rutina doméstica, con su esposa, con su hija y con la lengua de la Francia que habita, cambia cuando es interpelado por este vecino. El último es el completo antónimo de José: un hombre joven que disfruta sin vergüenza cada detalle que la vida le ofrece, especialmente su propia definición de rutina. De repente, Jose ejerce cierta acción contra su vecino que cambia el curso de las cosas, inclusive el género de la cinta. No vamos a dar detalles sobre el plot twist en cuestión, pero basta con decir que la escena generó múltiples exclamaciones de asombro en la sala. ¿Qué cosa puede ser más meritoria que sorprender a un cinéfilo en pleno siglo XXI?
Y podríamos pasar párrafos enteros elogiando aquel giro brusco de la historia, pero la cinta no quiere que nos enfoquemos en eso. Prueba de ello es que el nudo de la trama recién mencionado no es profundizado, ni busca generar un desenlace propiamente dicho. En cambio, se hace rutinario. Se vuelve un elemento más de la linealidad de José, que gracias a su vecino consigue inyectar una dosis de innovación a su cotidiana existencia.
A partir del hecho, hasta el espectador más entrenado en cintas fronterizas tendrá que agudizar el ojo para entender dónde está parado, ya que la película no se deja encasillar ni prejuzgar. Tampoco permite que un elemento de la trama se haga más importante que otro, decisión que deja al consumidor de cine convencional perdido en la neblina. Cabe destacar que lo último no es una equivocación, sino un logro. Hay una sola cosa que, como cuestionamos antes, es más meritoria que sorprender a un cinéfilo, y es la posibilidad de educarlo mediante un desafío.
Aquello se logra mediante las recién mencionadas cintas fronterizas. Ellas son las que bordean dos o más géneros opuestos, sin inscribirse completamente en ninguno. Pequeña flor se apropia de las normas y reglas de lo real para hacerlas encajar en el más absoluto extrañamiento de las cosas. Y, aunque el procedimiento se arriesga a crear un rompecabezas encastrado a la fuerza, Santiago Mitre logra que lo poco común se haga familiar.
Más allá de la trama fresca, la cinta destaca por sus otros puntos fuertes. Uno de los más importantes es su poder de generar identificación en lo que refiere a la vida en pareja cuando la atraviesa la maternidad. Acá es indispensable mencionar las excelentes construcciones de personajes de Daniel Hendler y Vimala Pons, que se complementan por sus diferencias. La música también hace su aporte reforzando lo visual, desde la que acompaña a los personajes hasta la que es protagonista, como la canción de Sidney Bechet. Este todo formado por la suma de sus partes que es Pequeña flor es más que recomendable para cualquier público, pero especialmente para aquel que quiera crecer como espectador.