Aceptémoslo: no le exigimos tanto a las películas de terror como si lo hacemos con las de otros géneros. Tanto así, que el criterio para separar una buena historia de horror de una mala está más anclada en lo subjetivo que en formalidades cinematográficas. Casi podría decirse que hay una trama hecha a medida para cada fanático. Seguramente, así lo entendió Sam Raimi en 1981, cuando entregó al mundo una historia que era un poco (mucho) de sangre, otro poco de comedia, algo de absurdo y bastante contenido paranormal. Esa trama, tan deforme como los cuerpos muertos de su franquicia, fue furor y marcó un hito en la historia del cine sanguinario. Es por eso que la noticia sobre la vuelta de Evil Dead fue tomada con un trago de curiosidad y otro de miedo. Y más aún cuando el tráiler no mostró la mítica cabaña, el bosque maldito que la rodea y al final boy definitivo, Ash Williams. Todo lo contrario, nos presentó a una familia disfuncional, dos protagonistas femeninas y un edificio en ruinas. Pero tranquilos: los aspectos tradicionales que todos amamos de esta franquicia están intactos en Evil Dead Rise. Solo que ahora son más oscuros, ruines y grotescos que nunca. En la película, las hermanas Beth y Ellie se reencuentran luego de no haberse visto por un largo tiempo. Antes de que tengan tiempo para ponerse al día, una entidad maligna recorre cada metro del edificio en el que se encuentran y las arrincona contra la pared. Primero que todo y lo más importante: la película da miedo, y mucho. Normalmente, los no fanáticos del terror van al cine a ver producciones del género solo para asustarse con los jumpscares, y los adeptos van porque le tienen un gran cariño a lo que vuelve o curiosidad por lo nuevo. Pero pocos acuden a encontrarse con algo que prolongue el miedo durante dos horas. Afortunadamente, Evil Dead Rise es igual de terrorífica para todos: los que aman la franquicia, los que solo vieron la serie, y los que descubren el retorcido mundo de Sam Raimi por primera vez. La nueva entrega hace lo que deberían hacer todas las reversiones de clásicos, que es demostrar que son lo suficientemente sólidos como para adaptarse a cualquier entorno. Así, lo primero que Evil Dead Rise modifica es la estética. Todos esos cuerpos desmembrados y sangre que antes se mostraba a plena luz del día o sin tapujos bajo una lámpara, ahora se mueve en la oscuridad. Sabemos bien que Sam Raimi nunca la necesitó, pero no sabíamos lo bien que le haría. Ahora, el mal se escurre en la noche, por las paredes de un edificio en ruinas, abandonado a la suerte de sus inquilinos y sin luz. El aspecto gore cobra un sentido más cercano y real, ya que ahora no es solo un tema aparte, sino un elemento que se funde con la putrefacción del lugar en el que se encuentra. Y, para los que van a ver sangre, hay sangre. Muchos dirán que a veces más de la necesaria, pero eso es porque la última entrega carga con cuidado y respeto la antorcha de sus predecesoras. No es para menos, si la película usó 6.500 litros de sangre falsa para crear la película. Otra vez, hay un poco para todos: gore para los que no conocen el universo de Sam Raimi, y gore para los que lo adoran y encontrarán referencias incluso en la brutalidad de los cuerpos que se corrompen. Por último, el gran plato principal de Evil Dead Rise son sus personajes. No son descartables, como suelen serlo en las películas de este tipo e, incluso, en las primeras entregas de la franquicia. Cada uno tiene una trama personal que nos acerca a ellos, a sus miedos y sus anhelos. Pero no se confundan. La característica fundamental de Evil Dead que se basa en descuartizar de la forma más grotesca hasta al más querido de los personajes, sigue intacta, por lo que recomendamos no encariñarse tanto. Si lo que buscan es una gran película de terror, corran a ver Evil Dead Rise. No importa si lo hacen porque les gusta la franquicia, quieren ver sangre brutalmente desparramada o buscan una buena historia. La película cumple con todo lo que tiene que cumplir una buena producción del género, por lo que no tiene puntos ciegos.
Un hecho que llama especial atención en la era actual es el fenómeno de la concientización de hechos históricos. Especialmente en lo que concierne a las generaciones más jóvenes. ¿Cómo lograr una impresión duradera en un adolescente que lo vio todo? El hecho de tener el mundo entero al alcance de un click disminuyó mucho la posibilidad de conmoción. Y esto no solo le ocurre a los chicos, sino a cualquiera que se acostumbre a navegar por las redes habitualmente. Los devenires de la actualidad, por muy impresionantes que sean, entran por un oído y salen por el otro. En mi caso, nací en el 2002 y, para el momento en el que llegué a la secundaria, ya estaba absolutamente familiarizada con la realidad proporcionada por la tecnología de las redes. Fue en esos años que, todos los primeros días del mes de abril, el colegio invitaba a ex combatientes de Malvinas a impartir charlas sobre el acontecimiento bélico. Recuerdo a mis compañeros escuchándolos con mucho respeto, para desentenderse totalmente del tema minutos después de finalizada la charla. Todos entendíamos la gravedad del asunto, pero no nos terminaba de impactar en la piel. Ayer, viendo ‘1982: La gesta’, deseé que el documental de Nicolas Canale hubiese llegado antes. En un momento en el que los chicos van al colegio y solo prestan atención a los episodios de Canal Encuentro, espero que esta producción alcance todas las instituciones educativas que pueda. En solo una hora y veinte minutos, se llegan a entender las piezas principales que, en su minuciosidad, conforman el todo que fue el conflicto de las Islas Malvinas. Los que peleaban por mar, los que lo hacían por el cielo, y los que luchaban parados en la tierra. Veintidós testimonios representan con exactitud a todos esos hombres. Y, lo más importante, los revisten de una humanidad que muy usualmente solemos restarles. Durante todo el documental, vemos pasar los testimonios que se amalgaman para conformar el relato cronológico de la guerra. Los hombres entrevistados no solo cubren el paso a paso de la gesta, sino que le agregan el componente que hace a esta producción única: el factor sensible. Cada una de las memorias está narrada desde el amor, y eso se evidencia en mucho más que la anécdota misma. La música refuerza lo dicho. Las imágenes lo ilustran en los momentos exactos. Y los recuadres elegidos para cada plano enfocan a los veteranos con una cercanía que impacta desde cualquier butaca. No es extraño que el resultado de ‘1982: La gesta’ sea un producto tan íntimo. Su director, Nicolás Canale, hizo lo que cualquier creador de documentales debería hacer, que es empaparse del tema. Además de ocuparse de la información testimonial, también cubrió el aspecto geográfico, y para ello viajó a las islas. Las fotografías de las Islas Malvinas actuales amplían enormemente la explicación de la trama, pero además tienen algo que las hace un relato en si mismas. En esas imágenes estáticas de alguna forma se puede imaginar el frío, pisar la tierra mojada, y sentir el aire rozando la piel.
No importa si se trata de películas románticas, dramáticas, de acción o de suspenso. La mayoría de las veces, queremos ver producciones elaboradas y complejas de nuestros géneros preferidos. Por otro lado, hay días en los que estamos tan cansados que preferimos un largometraje simple, que no nos haga elucubrar demasiado. Esto se hizo moneda corriente entre los nuevos directores de terror, lastimosamente obligados a apuntar al público que prefería ver una película que asuste poco para entretener una pijamada más que otra cosa. En ese contexto penoso se encontraba el género allá por el 2010, cuando Jaume Collet-Serra apareció con una idea que atrajo tanto al consumidor de terror casual como al habitual. Una huerfana llamada Esther, mucho menos desamparada de lo que parecía en un principio, llegaba a las pantallas grandes para convertirse en la mediadora del cine pochoclero y el cine culto. Trece años más tarde, Esther vuelve en un intento de contar su historia de origen. Como varios esperabamos, esta precuela intenta subsanar todos los agujeros de guion que descuajeringaban a la casi perfecta primera película. Dichos problemas se esclarecen, pero con muy poco disimulo. De repente, absolutamente todo encaja. Esther puede con todo, escapa de todo, se salva de todo, y nadie parece lograr hacerle frente. Ese personaje misterioso, lleno de contradicciones y debilidades que brilló en la primera película, se convirtió en un peligro imparable. Pensarán que no se le puede pedir mucho a una película de terror pochoclera pero, como mencionamos, ‘Orphan’ tenía su grado interesante de complejidad. ‘Orphan: First Kill’ se arriesga a tomar todas estas decisiones a conciencia, para darle total protagonismo a su as bajo la manga. Esta vez, la película no se focalizará tanto en la egocéntrica Esther, sino en la familia que la acompaña. Nadie se espera la vuelta de tuerca que la cinta tiene para ofrecer. Tanto así, que la sorpresa de la historia dejará descolocado a más de uno. Es ahí donde la película se convierte en una comedia, una sátira, una de humor negro y hasta de acción. El problema es que pierde su intención primaria: ser una película de terror. Entonces, si son de esos que en el 2010 eligieron ver ‘Orphan’ como plan para asustarse un poco en su juntada con amigos, ‘Orphan: First Kill’ es hasta mejor opción que su predecesora. La película decide abadonar la oscuridad con la que se había teñido a la personalidad de Esther en un primer momento, y la convierte en el personaje secundario de una historia que toca todos los géneros cinematográficos modernos, menos el terror.
Uno de los espacios más recorridos por el cine argentino es el que refiere a los hechos ocurridos en la última dictadura militar. Desde Sinfonía para Ana hasta La historia oficial, abunda una amplia cantidad de producciones que proyectan los horrores de aquella época. Aún así, el terror inspirado por la dictadura es tal, que seguimos necesitando directores que recompongan un rompecabezas de desaparecidos, madres en luto y nombres propios diluidos en el olvido. En este caso, Lucas Combina traslada la novela ‘Un crimen argentino’ de Reynaldo Sietecase a la pantalla grande y, sin escatimar en detalles, nos cuenta un hecho que fue espantosamente real. Cuando un adinerado empresario desaparece en la ciudad de Rosario y en el marco de la última dictadura militar, los secretarios jurídicos Antonio Rivas (Nicolás Francella) y Carlos Torres (Matías Mayer) lideran la investigación para encontrarlo. Como si el caso fuese poco transparente de por si, surgen otros interesados en hacer aparecer al empresario. El problema no es solo la carrera que Rivas y Torres deben jugar para ser los primeros en dar con el paradero del desaparecido, sino también las oscuras intenciones de aquellos contra quienes compiten para llegar a la meta. Desde la capa más superficial de la cinta hasta la más profunda, cada elemento de ‘Un crimen argentino’ se luce en su meticulosidad. Para empezar, la configuración de un estilo de época plenamente acertado. La paleta de colores, la vestimenta, los autos, los hábitos del momento y ese andar precavido de los personajes por espacios abiertos que, en cualquier segundo, pueden convertirlos en desaparecidos. La inmersión en la historia elige comenzar desde lo espacial y estilístico. Luego, se transfiere ese mismo detallismo a los diálogos y las actuaciones. Los intercambios entre personajes se sienten genuinos y para nada forzados, incluso cuando se desliza una frase cómica por acá o por allá. Antonio Rivas y Carlos Torres viajan de la tranquilidad al miedo, pasan por lo reidero y hasta se detienen en ciertos momento de ira. Aún con tantas idas y vueltas anímicas, ningún diálogo se siente fuera de lugar, y de hecho, amplian la verosimilitud de la historia. Es decir, a pesar de la seriedad que requiere el contexto histórico y político en el que se inserta la trama, se nos recuerda una y otra vez que estamos observando a un grupo de personas que no tiene un manual de como manejar sus emociones en el medio de una dictadura. Aquello establece modos de comportamiento que no parecen sacados de una ficción, sino de cualquier escenario cotidiano. Entonces, podemos asegurar que los detalles abundan y caracterizan todos los aspectos de la película. Sin embargo, donde más efectivos resultan es en los tiempos del relato. ‘Un crimen argentino’ sabe que trata con la historia de un asesinato que generó más interrogantes que respuestas, y el ritmo narrativo no desea elidir ninguna de esas preguntas. Por eso, si lo que se quiere es ver una película con núcleos de acción potentes y resoluciones continuas, puede que sea mejor elegir otra opción (aunque sería una pena). Todos los personajes divagan, elucubran, intentan probar sus deducciones, fallan y vuelven a empezar, así una y otra vez. De esta forma, el director se propone retratar cada arista de una historia real y una época que, aún hoy en día, intenta escabullirse de la revelación de la verdad y sus minucias.
Cuando Marvel lanzó el primer trailer de Thor: Love and Thunder, los fanáticos y no fanáticos de la franquicia comenzaron con sus especulaciones. Sin ir más lejos, aquella primera presentación de la película no dejó nada librado a la imaginación. Para empezar, el papel de Russell Crowe como Zeus, que promete un rol secundario con aires de protagónico. También causó toda variedad de comentarios la inserción de Christian Bale en esta historia como Gorr, un villano ominoso con su inamovible objetivo de asesinar dioses. Por último, lo que probablemente cosechó la mayor cantidad de expectativas alrededor de esta cinta: la vuelta de Natalie Portman en su papel de Jane Foster. Entre tanta ansia por conocer la trama enteramente develada, hay una pregunta que todos se hacen y que el trailer deja en suspenso. ¿Encontrará Thor su verdadero propósito de ser? La respuesta no es tan clara como aparenta ser a simple vista. Desde el primer segundo Thor se debate entre los ejes en los que también basculan muchas figuras de Marvel. El eje humano y el eje “superhéroe”. El eje social y comunitario por un lado, y el que pertenece a la individualidad y a la intimidad por el otro. Dichos extremos son especialmente presentes en el hijo de Odín, que forjó una relación indisoluble con los humanos y muy específicamente con la astrofísica Jane Foster. La novedad en esta entrega de Thor es que esos extremos ya no son blancos o negros. Ahora, con la revelación de Jane Foster como Mighty Thor, el dios del trueno se verá obligado a reestablecer sus límites y prioridades que apenas estaba volviendo a analizar en pos de descubrir su individualidad. En esa busqueda de la individualidad se entrecruzan todo tipo de personajes y entidades. Los Guardianes de la Galaxia, pueblos amenazados por la desaparición de sus dioses, el carnicero que los hace desaparecer con una motivación profundamente asentada en la venganza, y que al principio de la cinta se encamina a lastimar Nueva Asgard. En el cumplimento de sus obligaciones como protector, Thor se va desvaneciendo entre el protagonismo de los personajes secundarios y una cantidad desmedida de chistes que en cierto punto se fatigan y que, tristemente, lo ridiculizan durante gran parte de la película. Por suerte, este punto debil de Thor: Love and Thunder puede verse como un vaso medio lleno. En el protagonismo de los personajes secundarios que recien mencionamos, Christian Bale y Natalie Portman son las verdaderas estrellas de la historia. Es seguro decir que ambos logran explorar y reorganizar su individualidad mucho más de lo que a Thor se le permitió. Jane Foster no solo se muestra indecisa por adoptar su parte mítica o proteger su parte humana, sino que además se ve anclada a su yo terrestre por un hecho de fatal urgencia. Por su parte, Gorr lleva adelante su promesa de asesinar a todos los dioses por su vanidad inherente, argumentando que “está construyendo un mundo justo”. A medida que la cinta se desarrolla, Gorr observa como la vanidad que busca destruir se apodera de sus acciones y se refleja en él mismo. Entonces, hacia el final de la cinta, el espectador queda al borde de la butaca, ansioso, en espera de las decisiones finales que tomarán los personajes de Bale y Portman. No es así con Thor, que una vez más queda enteramente sujeto al desarrollo de sus seres queridos y no queridos.
Las películas con base en la rutina diaria suelen tener dos tipos de públicos. El primero busca encontrar en la ficción un retrato que espeje sus vidas con pocas o nulas variaciones, pero siempre sacando una conclusión innovadora. El segundo no puede esperar al momento en que la cotidianeidad presente un nudo, un cambio abismal que ponga al personaje rutinario de cabeza. En el caso de Pequeña flor, Santiago Mitre incluye ambas facciones de espectadores en el mundo de José. Luego de perder su trabajo, el personaje interpretado por Daniel Hendler está a punto de quedarse encarcelado en la rutina agradable de cuidar a su hija cuando un exótico vecino cambia su forma de ver las cosas. José, que hasta el principio de la película es un hombre al que el trabajo le deja poco tiempo para sintonizarse con la rutina doméstica, con su esposa, con su hija y con la lengua de la Francia que habita, cambia cuando es interpelado por este vecino. El último es el completo antónimo de José: un hombre joven que disfruta sin vergüenza cada detalle que la vida le ofrece, especialmente su propia definición de rutina. De repente, Jose ejerce cierta acción contra su vecino que cambia el curso de las cosas, inclusive el género de la cinta. No vamos a dar detalles sobre el plot twist en cuestión, pero basta con decir que la escena generó múltiples exclamaciones de asombro en la sala. ¿Qué cosa puede ser más meritoria que sorprender a un cinéfilo en pleno siglo XXI? Y podríamos pasar párrafos enteros elogiando aquel giro brusco de la historia, pero la cinta no quiere que nos enfoquemos en eso. Prueba de ello es que el nudo de la trama recién mencionado no es profundizado, ni busca generar un desenlace propiamente dicho. En cambio, se hace rutinario. Se vuelve un elemento más de la linealidad de José, que gracias a su vecino consigue inyectar una dosis de innovación a su cotidiana existencia. A partir del hecho, hasta el espectador más entrenado en cintas fronterizas tendrá que agudizar el ojo para entender dónde está parado, ya que la película no se deja encasillar ni prejuzgar. Tampoco permite que un elemento de la trama se haga más importante que otro, decisión que deja al consumidor de cine convencional perdido en la neblina. Cabe destacar que lo último no es una equivocación, sino un logro. Hay una sola cosa que, como cuestionamos antes, es más meritoria que sorprender a un cinéfilo, y es la posibilidad de educarlo mediante un desafío. Aquello se logra mediante las recién mencionadas cintas fronterizas. Ellas son las que bordean dos o más géneros opuestos, sin inscribirse completamente en ninguno. Pequeña flor se apropia de las normas y reglas de lo real para hacerlas encajar en el más absoluto extrañamiento de las cosas. Y, aunque el procedimiento se arriesga a crear un rompecabezas encastrado a la fuerza, Santiago Mitre logra que lo poco común se haga familiar. Más allá de la trama fresca, la cinta destaca por sus otros puntos fuertes. Uno de los más importantes es su poder de generar identificación en lo que refiere a la vida en pareja cuando la atraviesa la maternidad. Acá es indispensable mencionar las excelentes construcciones de personajes de Daniel Hendler y Vimala Pons, que se complementan por sus diferencias. La música también hace su aporte reforzando lo visual, desde la que acompaña a los personajes hasta la que es protagonista, como la canción de Sidney Bechet. Este todo formado por la suma de sus partes que es Pequeña flor es más que recomendable para cualquier público, pero especialmente para aquel que quiera crecer como espectador.
En ‘Las cosas donde ya no estaban’ Dolores es una cantante cuya fama aumenta paulatinamente, y Luca se desempeña como un arquitecto pasivamente frustrado. La distancia que los separa es notable desde la primera escena, donde Luca observa a Dolores en su concierto. Ella, tan brillante y protagonista. Él, uno más del público. Sin embargo, hay un hilo que conecta sus caminos: su noviazgo transitado en la adolescencia. A fin de recordar ese pasado más simple e ingenuo, ambos se encaminan por distintos ambientes de la capital. La odisea se desenvuelve en el relato de dichas y desgracias, risas y llantos que entretejen una noche inolvidable. Lo primero que interpela al espectador es el afiche de la cinta. Unos caricaturizados Luca y Dolores caminan sobre una avenida que se cierne sobre ellos. Los edificios y las luces se curvan hacía adentro y abajo, dejándolos sin comunicación con el exterior. La imagen es una perfecta representación de la película: un reencuentro que genera un universo íntimo, perteneciente solo a Luca y Dolores. Dicho mundo alienado se conforma con la reubicación de ‘Las cosas donde ya no estaban’, elementos que adoptan distintos lugares a medida que la película avanza. Estas cosas no solo se mudan constantemente, sino que además se entrelazan. Al principio Luca es un incrédulo, alguien que se vio forzado a madurar de sus sueños por hechos trágicos. Dolores es quien vive de su sueño y vocación de cantante, viendo con malos ojos el acto de abandono que Luca impuso para con sus anhelos propios. Las primeras instancias del reencuentro resaltan la incomodidad, el tira y empuje de dos existencias que son completamente contrarias. Más tarde, Dolores comienza a entender lo necesario de una cuota de realidad, y Luca es inyectado con la necesidad de revisitar su vocación soñada. Es así como, aunque Luca y Dolores no se ven desde hace años, la película logra que la intensidad de su reunión se haga verosímil. El degradé entre la instancia ya mencionada de incomodidad y la conexión que experimentan apenas horas después se realiza de manera sutil en una sola noche. Todo contribuye a este cambio en la atmósfera: los escenarios, las miradas, los diálogos e inclusive la influencia del resto de los personajes de la película. A propósito de la atmósfera, es importante señalar la ‘Argentinidad’ latente, aunque disimulada. Desde los hermosos paisajes de San Telmo hasta los divagues de un tachero, la cultura porteña está impresa en cada parte de ‘Las cosas donde ya no estaban’. En una época donde la única representación promedia del argentino es la de alguien que no para de gritar o insultar, Fabio Vallarelli muestra un nuevo estereotipo que deja el desquicio de lado. Divierte su aplicación en los personajes más secundarios, no solo el ya mencionado taxista, sino también dos amigos espontáneos que Luca conoce en el bar y que lo interrogan con máxima confianza sin conocerlo, entre otros. ‘Las cosas donde ya no estaban’ es el ejemplo perfecto de un todo conformado por la suma de sus partes. Comenzando por el título de la cinta y terminando con el asombroso final de ella, cada elemento que se encuentra en el medio es de suma importancia. La historia de Dolores y Luca se hilvana con las cosas que ocurren dentro de su burbuja y fuera de ella.
¿Qué hace a una película de suspenso buena? Según cada quien, puede que sean los asesinatos escandalosos, la persecución del victimario para atrapar a la víctima, o la búsqueda de este último para desenmascarar al victimario. A diferencia de otros géneros más estrictos como el terror, las cintas de suspenso no tienen un objetivo definido e inequívoco. Sin embargo, hay una tarea que deben cumplir todas las producciones del género: la formulación de intrigas, de agujeros, de espacios en blanco. El suspenso es aquello que crece cuando los personajes saben algo que nosotros no. ¿Pero qué pasa cuando los personajes tienen las mismas dudas que nosotros? El suspenso funciona a la perfección. Julián Lemar (Diego Peretti) es un afamadísimo escritor que busca alejarse del estrés citadino para escribir su próximo best-seller. Para ello, decide irse de vacaciones con su familia a una cabaña ubicada en un bosque recóndito. Acá es donde diríamos “todo parecía ir bien hasta que”, pero no. Desde que Julián aparece en escena, lo notamos inquieto y desconfiado de sus alrededores, afligido por un déjà vu que le late en la sien y no lo deja en paz. El escritor hace lo posible para ignorar el mal presentimiento, pero cuando la tormenta nocturna trae consigo a una mujer desesperada por ayuda, las piezas de su rompecabezas mental dejan de encastrarse unas con las otras, y ya no logra distinguir la realidad de la ficción. El punto fuerte de la cinta reside en que este rompecabezas desarmado no se vuelve a armar por sí solo, sino que nosotros somos los encargados de encontrarle un sentido. Aquellos entrenados en el sub-género de películas donde se encuentra “Ecos de un crimen” sabrán leer rápidamente entre líneas. En cambio, los que no estén habituados a este tipo de cine pasarán la mayor parte de la cinta entretenidos en la búsqueda de respuestas. Quizá para los primeros el largometraje sea un poco predecible, puesto que se sirve de varios mecanismos ya oxidados para indicar que clase de historia esta contando. Sin embargo, son estos mismos fanáticos del género los que sabrán reconocer que “Ecos de un crimen” cumple con su cometido, ya que sitúa al público entre el angustiante punto entre la duda y la incertidumbre. ¿A qué nos referimos con esto? A que los personajes van llevando de la mano al espectador, sin estar ni un paso adelante ni un paso atrás. Avanzamos a la par que Julián mientras descubre el motivo de sus delirios, en lugar de solo observar como otros saben lo que él no o como él sabe más que otros. Así se logra una total inmersión en el suspenso , que a medida que nos da más respuestas nos genera el doble de interrogantes. Ello se complementa con la crepitante atmósfera de la casa, que está en un espacio tanto abierto como claustrofóbico a la vez. Por último, las actuaciones que cuentan con acciones y no con palabras terminan siendo la cereza del postre. Lo que le quita un par de puntos a la película son algunos elementos de la historia que apuntan al final de la trama. Como el desenlace de “Ecos de un crimen” es inesperado, no podemos ni imaginar remotamente que dichos elementos construyen la base de la última parte de la historia, y quedan flotando en el éter como datos sin contexto. Sin embargo, dichos pedazos de información pueden contarse con los dedos de una mano, el resto de la trama está muy bien planificada y constituye una película recomendable para aquellos que quieran instruirse en la ficción de deducción.
Los sueños que tenemos por la noche (o el día, en ciertos casos) son nuestro propio mundo ficcional. Allí, el subconsciente intenta aliviar los malestares y deseos más profundos de la mente, disfrazándolos de variadas representaciones. Sí una representación sale bien, ocurre el sueño, del que no despertamos sobresaltados y vagamente recordamos luego. Pero si el subconsciente no logra ser disfrazado y lo vemos en nuestra minimalista ficción propia, nos perturbamos por un segundo y nos despertamos asustados: la pesadilla. Inés, la protagonista de ‘El prófugo’, convive únicamente con sus pesadillas. Érica Rivas le pone el cuerpo a esta actriz de doblaje y cantante, cuya vida es ligeramente incómoda. Hasta que un hecho traumático marca un hito en su cronología, momento en el que nada será igual y donde las pesadillas comienzan a ser todo menos ficticias. Al hacer una cinta sobre lo onírico, hay una primera pregunta que plantearse ¿Qué tan insertos estarán los sueños en la realidad del universo creado? A lo largo de la historia cada director de este tipo de películas aplicó distintos grados de opacidad y transparencia. A veces, para el espectador es fácil discernir que es un sueño y que no lo es, pero es más común dejar al público con la duda. Si se va a tomar este último camino, deben trazarse ciertos momentos donde se sueña y donde se está despierto para establecer una trama. Natalia Meta, la directora de ‘El prófugo’, cumple con esta consigna al principio, pero luego vira hacia un camino propio y poco pavimentado por otros cineastas. En este caso la originalidad de la historia radica en que lo onírico es tan real como Inés, o por lo menos así lo ve ella y así lo vemos nosotros. Se llega un punto en el que no dilucidamos si estamos en uno de los sueños de la protagonista o fuera de él. Intuimos que las visiones solo la atacan cuando está sola, pero eso no es garantía de nada en ‘El prófugo’. La asombrosa Cecilia Roth y el misterioso Nahuel Biscayart habitan los cuerpos ‘amigos’ de Inés, que oscilan entre lo normal y lo paranormal. Hablando de lo actoral, cabe destacar enormemente la química entre Érica Rivas y Daniel Hendler. Las conversaciones iniciales entre ambos dicen mucho sin explicitar, y marcan el tono que define al resto de la cinta. Otro punto favorable en la película es que nunca pierde de vista su hilo conductor. Aunque parece que la trama se ramifica por todos lados y ninguno a la vez, siempre se mantiene firme en su guía principal: la voz. Desde el inicio se ubica como elemento crucial y definitorio de Inés, por su trabajo como actriz de doblaje y cantante. Luego se mantiene en detalles muy sutiles, como la pastilla que se toma para viajar en avión o su pesadilla en la que ahorcan a su pareja. El grito que suelta cuando ocurre la tragedia. La interferencia del micrófono cada vez que graba. En su totalidad, la cinta es un verdadero nudo en la garganta que se debate entre desatarse dolosamente o aceptar su enredada existencia. ‘El prófugo’ es el tipo de largometraje cuyo encanto radica en la subjetividad del espectador. Si lo buscado es un thriller con pistas concretas para llegar a un resultado firme e inequívoco, será mejor mirar hacia otro lado. Quizá eso sea lo único reprochable del film: los enlaces entre los hechos que ocurren son poco claros. Sin embargo, si se anhela ese terror psicológico que asume el mando cuando se está en la total oscuridad, perdido y sin la oportunidad de predecir un posible camino, Natalia Meta cumple con las expectativas.