APOCALÍPTICO E INTEGRADO
Luego de sus comienzos en el ala independiente del cine nacional, Santiago Mitre se hizo camino por el centro de la industria en películas que no dejan de pensarse desde un lugar autoral: así son La patota y La cordillera, y así intuimos que será Argentina, 1985, su próxima gran producción con Ricardo Darín en el protagónico, como el fiscal que enjuició a los altos mandos militares en la renovada e incipiente democracia nacional. La trayectoria profesional de Mitre parece sincronizada y organizada, como lo son las puestas en escena milimétricas de sus películas. Por ese motivo, un film menor como Pequeña flor luce como una saludable anomalía: una comedia negra con elementos fantásticos que descree de las explicaciones y que avanza sin miedo al ridículo, creando en ese movimiento un universo decididamente propio. Es, por esos motivos, también una propuesta inusual para el cine argentino.
Pequeña flor tiene como protagonista a José (Daniel Hendler), un dibujante argentino, que vive en una pequeña ciudad francesa junto a su esposa (también francesa, Vimala Pons) y la pequeña hija recién nacida. Y a quien un cambio en su situación laboral y la obligación de quedarse en casa a cumplir los roles que hasta ese momento cubría su mujer, lo introducen en un plano existencialista donde los efectos de la alienación se hacen evidentes por medio de un giro truculento: un día, yendo a pedir una pala a un vecino, lo termina asesinando sangrientamente. Pero lejos de meterse en los territorios del policial (aunque los merodea un rato), el film de Mitre se tira de cabeza a lo fantástico, aunque no termine de plantearlo en esos términos. Porque José descubre al otro día que su vecino está vivito y coleando, y porque la instancia criminal se repetirá hasta extremos grotescos (hay asesinatos con motosierras y taladros), sin que la película se convierta en una de loop temporal. Hay una situación que se repite mecánicamente (el asesinato), pero el mundo que rodea al protagonista continúa su lógica espacio-temporal de días que se suceden sin alterarse. Ese balance entre lo irreal en un envoltorio realista es lo que vuelve a Pequeña flor mucho más resbaladiza y esquiva a las interpretaciones.
Producida por nuestro país junto Francia, Bélgica y España, y basada en una novela de Iosi Havilio adaptada por Mariano Llinás y el propio Mitre, la película toma a favor el tema de la coproducción para jugar con los quiebres lingüísticos y con la distancia que existe entre un extranjero y un entorno con el que no logra comunicarse del todo. Ese extrañamiento lleva a situaciones extremas, como la subtrama del terapeuta interpretado por Sergi López, que además se vincula con ideas anteriores del cine de Mitre, como aquella de la sesión de hipnosis a la que sometían a la hija del presidente en La cordillera. Si esa idea no hacía sistema dentro de un film tan críptico como demasiado derivativo, aquí luce ajustada a una estructura que se vale de esa extrañeza para seducir al espectador y llevarlo constantemente de la nariz. Y, más aún, fricciona con la idea final, donde la mirada sobre la rutina es tan curiosa como irónica para repensar un regreso de la pareja a instancias mucho más conservadoras y tradicionales. Pequeña flor no se asume como tal, sino que se burla un tanto de ese caos interno de los relatos psicológicos para ordenarlo por el lado del disparate. No deja de ser una vuelta de tuerca interesante sobre los conflictos de la burguesía y sus represiones de toda índole, mientras hace gala de una ligereza saludable no solo para el cine nacional sino incluso para la filmografía del propio Mitre.