Cuestión de tamaño
La última película de Alexander Payne empieza bien a pesar de la premisa tan ajena al director, pero termina en un delirio ecologista difícil de soportar.
La idea de un personaje que reduce su tamaño hasta transformarse en un pequeño ser de unos pocos centímetros de altura ha sido explorada varias veces por el cine. Las primeras dos películas que uno recuerda son de los ‘80: Querida, encogí a los niños, de Joe Johnston, y Viaje insólito, de Joe Dante. Esta última estuvo inspirada en el clásico de culto los '60 Viaje fantástico, de Richard Fleischer. Quizás la más compleja de todas (por sus connotaciones políticas) sea El increíble hombre menguante, de Jack Arnold, sobre la novela de Richard Matheson. Y en los últimos años tenemos la muy divertida Ant-Man: El Hombre Hormiga, de Peyton Reed, cuya secuela llegará a los cines este invierno. Y no quiero dejar de mencionar, también, aquellos capítulos de El Chapulín Colorado en los que tomaba su pastilla de chiquitolina.
Todos estos ejemplos son bastante diversos, pero tienen una cosa en común (además, obviamente, de su tema): pertenecen al universo de la ciencia ficción y de la comedia. Algunas son más comedia, otras son más ciencia ficción, pero todas exploran a su manera las aventuras de un personaje que tiene que enfrentarse a un mundo de tamaño gigantesco. Porque la gracia, en general, no pasa por el personaje que se vuelve diminuto, sino por su relación con ese mundo que se vuelve inmenso y monstruoso.
Por eso, en un principio, el argumento de Pequeña gran vida parece muy extraño para ser el de una película de Alexander Payne. (Una digresión: Pequeña gran vida es el horrendo título en castellano de Downsizing, cuya traducción literal sería “reducción”, aunque también se refiere a la “reducción de personal” o “achicamiento” de una empresa, y esta es una connotación que seguramente Payne quiere dar a propósito.) Si bien el director oriundo de Nebraska no es para nada ajeno a la comedia, su humor suele estar relacionado con situaciones de la vida cotidiana y es más bien melancólico.
Pero la curiosa alquimia funciona muy bien durante los primeros 40 o 50 minutos de película. Paul Safranek (Matt Damon) es un típico personaje de Payne: un terapista ocupacional que vive en Omaha (ciudad donde nació Payne y donde transcurren casi todas sus películas), que ya pasó el umbral de la mitad de su vida y se está dando cuenta de que esa vida no ha sido (o no está siendo) todo lo que hubiera querido. Vive con su mujer Audrey (Kristen Wiig), no tienen hijos, y ganan lo mínimo indispensable para vivir al día sin muchos lujos.
Pero en ese futuro inmediato (o presente alternativo), los científicos descubrieron la posibilidad de reducir a los seres vivos a un tamaño minúsculo. El objetivo era en un principio ecológico: con un planeta superpoblado y con recursos naturales arrasados, si toda la población se reduce en un 2000%, consumirán menos espacio, menos comida y también se producirán menos deshechos. Pero los que eligen “reducirse” suelen tener motivaciones más egoístas: un dólar en el mundo normal equivale a unos 50 en el mundo en miniatura, y los que llevan una vida apretada, si se miniaturizan podrán vivir como millonarios, en mansiones gigantes, con comida ilimitada, en barrios privados construidos para eso. Obviamente, el que se miniaturiza no podrá volver jamás a su tamaño normal: es una decisión irreversible.
La presentación de este mundo le toma a Payne poco menos que la mitad de la película, y es lo mejor y gran ejemplo de lo que significa un autor: en un género totalmente ajeno, cuela con sencillez sus obsesiones. “Achicarse” significa reconocer definitivamente que tu vida fue un fracaso, resignarte a ese fracaso, como les sucede a Paul Giamatti y a Matthew Broderick al final de Entre copas y La elección, por ejemplo. Y el humor, en este caso, no proviene tanto de situaciones físicas como sucede en este tipo de películas, sino más bien de la humillación del proceso: la escena en la que las enfermeras levantan los cuerpos recién reducidos con espátulas es brillante, de un humor extraño y medio inclasificable. Nos reímos de eso como nos reímos de Matthew Broderick con el ojo hinchado por la avispa.
Pero cuando Paul Safranek se “achica” y se va a vivir a Leisureland (“la tierra del ocio”), una comunidad para gente pequeña repleta de comodidades, empieza otra película. Deprimido por algo que no puedo contar para no espoilear un plot twist importante (inteligentemente escamoteado en el trailer), conoce a Ngoc Lan Tran (Hong Chau), una activista vietnamita que fue reducida contra su voluntad por el gobierno, y al playboy serbio Dusan Mirkovic (Christoph Waltz), que con ayuda de su familia fracciona y trafica alcohol del mundo normal al mundo de los pequeños. Así, entre el compromiso político y el hedonismo egoísta, Paul vivirá una aventura que lo llevará a Noruega, a encontrarse con el Dr. Jørgen Asbjørnsen (Rolf Lassgård), el inventor del procedimiento de reducción, hoy líder de una comunidad de rebeldes.
Como pueden adivinar, acá sí la película se va para un lugar totalmente ajeno a Payne, como si él y su habitual colaborador en los guiones Jim Taylor estuvieran subidos a una Ferrari descontrolada y escribieran un cadáver exquisito. Dentro del delirio político-ecologista, hay algunos goles: la dupla de Christoph Waltz y Udo Kier, la extraordinaria Hong Chau (nominada al Globo de Oro y fuerte candidata al Oscar) y algunos momentos del final, en los que se deja ver el talento de la dupla Payne-Taylor para redondear una historia que venía muy desprolija.
De todas formas, el resultado final de Pequeña gran vida es más bien una decepción. Y aunque a veces el delirio y el desorden pueden originar momentos mágicos, acá predomina el desconcierto y el hastío por una historia que avanza por caminos perdidos y no termina más.