No es la primera vez que el director americano Alexander Payne trabaja en sus largometrajes la paradigmática, ilógica e incesante búsqueda del hombre para hallar el camino a la felicidad. Esta fórmula que hoy construye la premisa de Pequeña gran vida (Downsizing, 2017) replica el tinte del guión de Los descendientes (The Descendants, 2011) con que obtuvo el Globo de Oro a Mejor Película Dramática. En esta ocasión, la trama se sostiene a partir de las ciencias exactas (psicológica y tecnológica) que toman al Homo Sapiens por objeto de estudio y operan para fundamentar, a gran escala, su comportamiento.
Payne se centra en lo micro para reflejar lo macro y representa a partir de un grupo heterogéneo (el 3% de la población) su accionar rutinario, retórico y estresante para subsistir en su entorno vigente pese al sentimiento de encierro en un espiral caótico, sin salida. El hombre padece la incapacidad de disfrutar la belleza y esencia de las cosas. En consecuencia, se abruma ante sus obligaciones como ciudadano sometiéndose a una rutina laboral para adquirir una remuneración digna que le permita concretar su sueño de ser propietario de una casa y así sostener la economía familiar. Esta vorágine capitalista enfatiza el concepto de relatividad y dependencia.
Sin embargo, un grupo de científicos noruegos descubren en un laboratorio que con tan sólo oprimir un botón es posible resetear la realidad, combatir el estrés y cumplir sus anhelos más profundos; ¿cómo? A partir de la manipulación de las células. La reducción de la humanidad, literalmente, a tamaño miniatura, más precisamente 13 cm, frenará el problema de la superpoblación y destrucción de recursos del planeta… Esta hipótesis que parece tragicómica es la novedosa ficción que Payne efectivamente desarrolla.
No hay dudas: la creatividad narrativa está a la vista. Los minutos avanzan y la trama pivotea con un giro burlón, sátiro. El tragicómico procedimiento de miniaturización al que se somete el 3% de la población ironiza el accionar humano en cuestión de segundos. El sometimiento tecnológico al que acceden mediante firma de contrato que desliga de todo compromiso de daños y perjuicios al laboratorio -incluyendo posible muerte- al que voluntariamente acceda el individuo que acepte reducir su masa/volumen y pertenecer a la sociedad tamaño express. Este humor negro es efectivo durante la primera mitad del film, cuando pivotea con las aventuras del protagonista Matt Damon en la piel del terapeuta Paul Safranek y su mujer Audrey (Kristen Wiig) al aceptar ser parte del proceso.
Este aparente mundo ideal constituido por las mismas personas que al achicar su tamaño su economía se multiplica y comienzan a darse aquellos lujosos gustos que a escala mayor no podían por los costos; en Leisureland Estates el costo mensual para vivir es menor a diez dólares y no sólo es posible adquirir una propiedad, sino que aquella de dos ambientes, básica, aquí relativamente equivale a la tranquilidad de por vida en una mansión lujosa. De esta manera, concretan esos placeres cotidianos. Al achicarse agrandan su posibilidad de convertirse en ricos con tan sólo apretar un botón.
Sin embargo, allí persisten las diferencias de clases y costumbres que interceden las relaciones sociales. Allí suceden cosas extraordinarias. Paul se relaciona con su vecino (Christoph Waltz) que lo invita compulsivamente a fiestas; su socio (Udo Kier) que únicamente piensa en negocios y una trabajadora social vietnamita Ngoc Lan Tran (Hong Chau) que realiza en los suburbios trabajo comunitario. Todos encajan a la perfección en este rompecabezas que emula una maqueta de la dimensión real con cierto tinte burlón. Este cambio de envase tiene el mismo contenido en pequeñas dosis y permite encontrar la respuesta en las cosas más pequeñas.
Al unísono la trama se sostiene artísticamente gracias a la locuaz labor de Phedon Papamichael, que mediante imponentes planos y contraplanos pone de manifiesto la urgencia de protección ambiental cuando retrata la naturaleza en su máxima expresión en lagos, montañas y lagos que magistralmente talla, diariamente, durante años mientras el hombre en cuestión de segundos los destruye. En esta biosfera, Leisureland Estates es el paraíso en miniatura que subraya y sustenta la filosofía de vida proteccionista y la toma de consciencia.
Si bien este juego de escalas, dimensiones y tamaños por momentos rememora Alicia en el país de las Maravillas de Tim Burton (Alice in Wonderland, 2010), Los viajes de Gulliver (1960) y Querida, encogí a los niños (1989), sirve para ubicar a la perfección al espectador en el espacio-tiempo deseado: diminuto ante el mundo que lo rodea. Este concepto utópico que remite metafóricamente al Arca de Noé encaja semióticamente al dedillo con la narrativa positivista que plantea discursivamente. La perspectiva apela a garantizar que el espectador salga de la sala con la convicción de que la felicidad está ligada netamente a la perspectiva con la que se observen las cosas.