Infancia idealizada
La presencia de Agnès Jaoui es lo rescatable de esta comedia sobre una hija única.
¿A quién no le gustan las películas sobre la infancia, esa etapa de la vida tan a menudo idealizada? La sola presencia de niños suele otorgarle al cine un automático toque de ternura y una frescura inusual. El problema es cuando esa ternura no aparece naturalmente (o sin que se note el artificio), sino que es buscada y provocada una y otra vez, hasta el empalago.
Eso es lo que ocurre con Pequeñas diferencias -la traducción del título original es Viento en mis pantorrillas-, cuyos personajes y situaciones son tan, pero tan encantadores, que terminan exasperando.
La historia transcurre durante un año (1981) en la vida de Rachel, una conflictuada nena de ocho años que es hija única de un padre semi ausente, sobreviviente de Auschwitz, y de una madre tan neurótica como progre: cocina sano, considera a Barbie casi una mala palabra, es capaz de darle a su niña como regalo de cumpleaños un bono para ayudar a algún africanito famélico. Para colmo, Rachel comparte cuarto con su depresiva abuela.
El panorama mejorará cuando en su nueva escuela conozca a Valérie, una pequeña zarpada que viene de un hogar menos rígido y más divertido, comandado por una joven madre soltera que da todas las libertades habidas y por haber.
Es una reflexión un tanto básica sobre la educación: la moraleja es que padres esquemáticos, por más bienintencionados que sean, pueden cargar a sus hijos con sus angustias hasta apagarles las ganas de vivir; en cambio, padres ligeros criarán niños alegres. Hay que admitirlo: las nenas son divinas, Agnès Jaoui tiene tanta gracia como siempre, y, por momentos, la atmósfera de la película es, efectivamente, cálida y simpática. Pero ¿hacía falta esa musiquita para subrayar la ternura? ¿Era necesario que todos los personajes formaran una querible pandilla de locos lindos? ¿La única forma de atenuar tanta dulzura era con un sopapo amargo?
La respuesta es no.