Pequeños secretos

Crítica de Rodrigo Seijas - Funcinema

GRANDES FALLAS

Según indican distintas fuentes, John Lee Hancock escribió la primera versión del guión de Pequeños secretos hace casi treinta años. Es decir, el film recorrió un larguísimo trayecto desde su esbozo inicial hasta su efectiva concreción. Por eso no deja de llamar la atención que el producto final que tenemos en pantalla luce hecho a las apuradas, o por lo menos sin un posicionamiento claro que lleve adelante su argumento bastante enredado. Y es una pena, porque el subgénero de asesinos seriales puede ser sumamente atractivo si es llevado con inteligencia y seguridad, y más aún si tenemos en cuenta lo que podía aportar la presencia de Denzel Washington en el policial.

La película, situada en 1990, vuelve a apelar a un molde ya utilizado miles de veces, como es el de la pareja un tanto despareja y obligada a trabajar en conjunto forzados por las circunstancias. Aquí tenemos a Joe Deacon (Washington), quien supo ser un detective de Los Ángeles pero ahora es un ayudante del Sheriff de un pequeño condado. Cuando lo envían a la ciudad para buscar una evidencia, lo que parecía un mandado rápido, termina arrastrándolo a la búsqueda de un asesino serial a partir del momento en que Jim Baxter (Rami Malek) le pide ayuda en el caso. Esa búsqueda se transforma en obsesión para ambos, ya que el principal sospechoso (Jared Leto) prueba ser tan escurridizo como manipulador.

Se podría inferir que en el escenario espacio-temporal elegido por Hancok para el film hay una voluntad por dialogar con un conjunto de tradiciones que supieron ser dominantes entre los ochenta y los noventa. Quizás esa ciudad inmensa y ese momento de creciente incertidumbre podían funcionar como filtros para releer los códigos del policial a la luz del presente. El realizador ya había recurrido a similares operaciones narrativas y estéticas en Emboscada final, Un sueño posible, Hambre de poder y El sueño de Walt, todos films enfocados en personajes que persiguen metas de forma casi obsesiva. Pero si esas películas -aún con sus altibajos- aprovechaban hechos reales para encontrar un verosímil consistente, acá hay un relato completamente ficcional que nunca luce creíble.

Es que si bien Hancock había mostrado a lo largo de su carrera ser un artesano competente aunque algo lineal en su forma de filmar, acá quiere manifestarse como un autor con una visión bien definida sobre el mundo. Y esa mirada que pretende transmitir es de una oscuridad casi absoluta, con dos protagonistas torturados por el pasado y el presente, y un antagonista que se comporta como un depredador. Sin embargo, esa pretensión se revela como completamente banal, porque Hancock no encuentra un límite para la solemnidad y las remarcaciones: desde la exagerada transformación de Leto (que monta un nuevo show, como casi siempre), hasta las visiones de Deacon de fantasmas de jóvenes asesinadas, pasando por varias frases de supuesta trascendencia. Todo es ceremonioso y forzadamente lento en Pequeños secretos, hasta llegar al aburrimiento.

Cuando arribamos a los últimos minutos del film y su vuelta de tuerca -totalmente antojadiza-, nos damos cuenta que toda la trama estaba en función de querer transmitir un discurso y una mirada sobre el mundo. Una marcada por el tono desesperanzador, pero también por la despreocupación por contar un relato con nervio y tensión. De ahí que solo quede algo parecido a un mal y extendido capítulo de True detective. Quizás no estaría mal que Hancock retorne a las historias verídicas.