Castigo divino.
Al aproximarse el inevitable ocaso de la historia cinematográfica del mago Harry Potter, Hollywood no ha tenido mejor idea que lanzar hacia la pantalla grande un émulo bastante menesteroso del joven hechicero de Hogwarths: Percy Jackson (Logan Lerman, una especie de Zac Efron con cinco años menos) semi dios por descendencia e hijo del mismísimo Poseidón. Construida bajo la dirección para nada original de Chris Columbus, realizador responsable, por ejemplo, de las dos primeras entregas fílmicas de Potter y de esa fábula repleta de bohemios danzarines y concertistas llamada Rent, la historia de este nuevo héroe juvenil no aporta satisfacción alguna fuera de unas pocas escenas de contiendas bien resueltas que se valen del uso de la animación digital para dar vida a criaturas mitológicas de diversa índole (Minotauro, Hidra y Medusa).
Tal triunfo, si es que podemos denominarlo de esa manera, se presenta como algo ridículamente menor si tenemos en cuenta la poca vitalidad que emana de los personajes del relato y de los conflictos que atraviesan durante la búsqueda del rayo que le ha sido robado al todopoderoso y colérico Zeus (Sean Bean, el otrora Boromir de la saga del anillo): si antes Potter se encontraba frente al poder de la piedra filosofal o ante la enigmática oscuridad de la cámara de los secretos, ahora el tal Jackson debe batallar contra un ladrón que no es otra cosa más que un bochornoso negativo de aquel execrable Draco Malfoy potteriano.
Y si de cuestiones execrables hablamos, los dioses, semi dioses y demás fauna y flora made in Percy Jackson se desenvuelven a través de un universo cinematográfico chato y olvidable: allí están Pierce Brosnan ridículamente caracterizado como un líder centauro; un Hades de comedia by Steve Coogan; la sensual y sexual Rosario Dawson condenada a exhibir una notable lujuria a través de su rostro pero ocultando su cuerpo lo más posible; el sátiro Grover, un pobre comic-relief de turno (especie de juglar que por momentos parece sacado de alguna American Pie); Uma Thurman, Medusa posmoderna, cuyo personaje tranquilamente podría ser tapa de Vogue cualquier día de estos; un jolgorio multicolor en Las Vegas; y la joven y bella aunque belicosa Annabeth (Alexandra Daddario), interés amoroso de Percy Jackson que se presenta esclava de los primeros planos de Columbus siendo obligada a exponer al máximo y de manera torpe el color de sus ojos frente a la acosadora proximidad de la cámara.
Más allá de todo esto, el film de Columbus es también un grosero desfile de productos varios: desde la alta tecnología de apple que le simplifica la vida a estos jóvenes mitad humanos mitad dioses, pasando por lujosos despliegues a pura velocidad sobre un Maserati y por la exhibición injustificada de algún que otro videojuego, hasta llegar a unas Converse All Star aladas (tal vez los más acérrimos fans de esta película reclamen su venta en negocios a la brevedad, quién sabe).
Así, Percy Jackson y el ladrón del rayo produce una pobre combinatoria al elaborar una reconstrucción superficial de los mitos griegos anexándole el festejo extasiado de cierto consumismo de turno. Una saga cinematográfica que nace de la necesidad de crear otra criatura que produzca seguidores incondicionales ante la extinción inminente del Potter mágico.