Aventura adolescente sin tragedia griega
Lejos de las pretensiones didácticas y las oscuridades prefabricadas, el film es una agradable y vertiginosa aventura de acción que entretiene con nobleza. Grandes nombres en roles secundarios aderezan la producción.
No deberíamos condenar la repetición en las artes, ni ponderar la obra original por encima de la variación. Ni siquiera cuando el motor del reciclaje sea el más descarado afán de lucro: no otra cosa impulsaba la fábrica de ficciones que regenteaba Alejandro Dumas, y de allí salió El Conde de Montecristo. En el cine, dada la enorme cantidad de información de cada plano y la inmediatez de su impacto, la repetición es más evidente y se nos hace tediosa al instante. Sin embargo, a veces el azar es feliz y de la fabricación en serie surge una obra disfrutable, incluso más que su molde original. Sí, Percy Jackson es mejor que Harry Potter: el género “adolescente-con-enormes-poderes-sobrenaturales-en-contexto-de-cuento-de hadas” (bueno, aquí mitos griegos) tiene sus reglas, su fórmula y sus necesidades. Sabemos que el niño en cuestión será un marginado en el mundo “real” y un héroe en el mundo “mágico”. Sabemos que aprenderá de sus poderes, que tendrá amigos de su edad (uno cómico y una señorita parece ser el material usual) y enemigos tanto de su generación como más –mucho más– grandes. Ante tal receta, ¿qué puede hacerse? Por una vez, el usualmente inepto director Chris Columbus (los dos primeros Harry Potter, justamente, más algunas cosas como Quédate a mi lado, Rent, Hombre Bicentenario exigen el adjetivo) se dispone a dar una respuesta. Sencillamente pone a sus personajes rápidamente a jugar y vivir aventuras ante criaturas extrañas sin preocuparse en lo más mínimo por la “oscuridad”, esa solemnidad a reglamento que, metida con calzador, lastra las mejores fantasías de los últimos tiempos (salvo la notable Avatar o las creaciones de Pixar, pero son cine de otro mundo).
El film cuenta algo bastante sencillo. Los dioses griegos cada tanto tienen hijos con los mortales (primer gran punto a favor: nada de glorificar el matrimonio para la reproducción) pero se les prohíbe tener trato con ellos tras cierto breve tiempo. A Zeus le roban el rayo, su atributo, y acusa a un hijo de su hermano Poseidón. En realidad, el joven, Percy, no conoce su ascendencia divina, es un perdedor nato y vive con una madre oprimida por un esposo alcohólico y violento. Pero eso se disuelve a los cinco minutos y el pibe empieza a recorrer los EE.UU. buscando algunas cosas y enfrentándose a monstruos y peligros con sus amigos, la chica linda y el negrito simpático. Luego, combates varios y fin. Y que la saga siga.
Pero todo esto es lo de menos. No hay una secuencia del film que golpee un gancho sentimental ni eluda el humor a veces absurdo (notable la recreación del mito de los Lotófagos en un casino de Las Vegas). Todo es veloz y efectivo, sin didactismos huecos sino, por una vez, la apelación al placer de una película de aventuras que osa decir su nombre. Por muy poco, el film no es una parodia de su modelo británico, aunque hay diferencias: aquí el “mundo real” no es una entidad separada del “mundo mágico”, sino un único universo donde pasan cosas extraordinarias. Y resulta tan fantástica la hidra como el padrastro semilúmpen. Esos hallazgos –más una banda de sonido donde suenan con humor, por ejemplo, AC/DC con “Highway to Hell”– hacen que el valor agregado a reglamento de poner actores muy conocidos y estrellas en roles evidentemente secundarios (hay que verlo a Pierce Brosnan como un centauro, o a Uma Thurman haciendo de Medusa) funcione porque, después de todo, el film tiene mucho más de comedia deportiva que de drama, a pesar de los griegos. Algo que queda claro cuando Hades, señor de los Infiernos, es el comediante Steve Coogan vestido como rocker maduro. Cuando un film deja de lado la fidelidad a la letra para hacerle honor a la diversión vertiginosa que es también propia del cine, gana en nobleza. No hay magia que le gane a la vieja y querida ilusión de movimiento.