Perdida

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

LO QUE SE PERDIÓ FUE EL CINE

El cine nacional “industrial” (las comillas están porque intenta, pero no consigue ser verdaderamente una industria) va construyendo, sin prisa pero sin pausa, una especie de sub-género al que podríamos denominar “adaptaciones de policiales literarios exitosos”, con nuevas entregas cada año. La fórmula es lógica en su mercantilismo: films como Betibú, Los padecientes y ahora Perdida (basada en la novela Cornelia, de Florencia Etcheves) se construyen sobre la repercusión de bestsellers literarios que garantizan un público de antemano, ciertas temáticas sensibles y nombres en sus repartos que pueden elevar la taquilla. Sin embargo, falta el elemento más importante: el cine.

Esa necesidad de una construcción cinematográfica, que podría parecer obvia, o es ignorada por las responsables de estas películas o se revela como una meta demasiado difícil de alcanzar. La causa más probable sea la dificultad para superar el respeto y la fidelidad extremos al material literario original, que lleva a que todo sea extremadamente impostado, especialmente en los diálogos. Pero hay un problema extra, que pasa por el verosímil: géneros como el policial requieren de puestas en escena sólidas, ensamblajes narrativos fluidos y actuaciones convincentes en función de lo que se está contando. Es decir, no basta con llevar a la pantalla grande las páginas del libro, hay que construir un relato que pueda asimilar las herramientas del cine. Esos dos problemas confluyen de manera catastrófica en Perdida: la historia de Manuela (Luisana Lopilato), una joven policía que trabaja en la división de Trata de Personas y que se ve obligada a reabrir el caso de una amiga desaparecida catorce años atrás durante un viaje de estudios, falla por completo desde el minuto uno, porque nada en su relato es creíble y nada sale de la mera reproducción del texto literario.

Esa ausencia de credibilidad está dada porque la película está demasiado ocupada en tratar de remarcar que es un thriller policial con toques dramáticos pero nunca se ocupa de trabajar los climas de suspenso, los aspectos que hacen a una investigación policial o las variables que sustentan el drama. Eso empieza por el tremendo error de casting que implica la elección de Lopilato para el protagónico: interpretar a una policía no es simple, y menos en la Argentina, donde la institución policial carga con un terrible desprestigio. Se requiere una presencia física particular, un abordaje de lo gestual y la fisicidad muy precisos, y hasta cierto carisma innato, que no viene solo y que a la vez es difícil de construir de la nada. Lopilato lo intenta, le pone garra, pero nunca llega a la credibilidad pertinente, porque no pasa de la gestualidad a reglamento: quiere parecer ruda, compleja, ambigua, obsesiva, pero cae en todos los lugares comunes y los riesgos de la impostación.

Pero la performance de Lopilato es apenas un emergente, la punta del iceberg de la sumatoria de problemas que arrastra Perdida: nadie en el elenco está bien (es sorprendente lo mal que están Rafael Spregelburd y María Onetto, por ejemplo), como un reflejo fatal de la ausencia de dirección de actores; las tramas y giros de guión se van acumulando con un facilismo y arbitrariedad alarmantes (hay un par de vueltas de tuerca que se pretenden astutas pero se ven venir a kilómetros de distancia); y hay una multitud de escenas que parecen salidas de un policial filmado por un amateur.

A Perdida se le notan todas las costuras, todos los elementos genéricos copiados sin imaginación, toda la pose sensible y a la vez simplista sobre un tema complejo como es el de la trata de personas. Y también su voluntad pseudo reflexiva, que va de la mano de una operación de marketing muy obvia y banal. La película de Alejandro Montiel quiere presumir de ser seria, importante, necesaria, cruda, pero sus imágenes son de publicidad barata, sus diálogos son de informe apurado de noticiero de la mañana, su narración es caótica y su fisicidad es inexistente. En Perdida no importan los cuerpos, sus historias y dilemas, ni los contextos que los rodean, y eso queda ratificado en su cierre, que avala la mentira y el ocultamiento luego de haber promovido exactamente lo contrario. En el medio queda extraviado el cine, en un producto sin alma, totalmente vacío, que nunca se atreve a hilvanar algo propio.