Cuando todo se vuelve un desquicio paranoide
El director de Zodíaco vuelve a su tema predilecto, la locura, con una película que logra ser muchas otras a la vez.
¿Cuántas películas hay en las dos horas y media de Perdida? ¿Una? ¿Dos? ¿Cuatro? ¿Decenas? El relevamiento de las clavijas del andamiaje narrativo del opus diez de David Fincher da como resultado una parábola genérica que irá del policial a la comedia negra y de allí al melodrama romántico y al thriller psicológico, para después volver al primero, entrecruzarse con la segunda, saltar al cuarto, acariciar al tercero y concluir, otra vez, con algo parecido a lo segundo. Uno de los ejercicios cinematográficos más desmesurados, ambiciosos e incognoscibles del Hollywood moderno, Perdida goza de un grado de complejidad y sofisticación felizmente impropio de estas épocas de productos serializados e historias rebajadas hasta la simplificación absoluta. Tanto así que cuesta entender cómo hizo Fincher para que los ejecutivos de una major como Fox dieran luz verde a este auténtico desquicio paranoide con el que ahora, primer jueves de octubre, se inaugura, al menos en Argentina, la carrera por el Oscar 2015.
Quizá porque saben que Fincher es un cineasta hecho y derecho, un tipo cuyo estilo ecléctico no impide la conversión de cada de sus trabajos –El curioso caso de Benjamin Button es la excepción que confirma la regla– en ensayos sobre las distintas variantes de la locura. Desde su encarnación en forma de obsesión (Seven: Pecados Capitales, Zodíaco) hasta su versión más lúdica y enfermiza (Al filo de la muerte, El club de la pelea), pasando por su puesta al servicio de la inteligencia creativa amparada en un deseo de venganza (La red social, La chica del dragón tatuado), ella es la principal rectora del accionar de los protagonistas fincherianos. Estrenada mundialmente en el reciente Festival de Nueva York y basada en Gone Girl, el best-seller de Gillian Flynn que vendió más de seis millones de ejemplares desde su publicación, en 2012, Perdida redobla la apuesta mostrándola en su esplendor mientras aqueja por partida doble tanto a ese matrimonio digno de publicidad bancaria conformado por Amy (Rosamund Pike) y Nick Dunne (Ben Affleck), como a un entorno social y mediático hostil, carroñero, intolerante, herido de muerte por las consecuencias de una crisis no sólo económica y política, sino también cultural.
Es justamente esa cultura regida por el exitismo y lo cuantificado la que no duda en catalogar a la pareja como ideal, entendiendo esto como la confluencia de prosperidad, belleza y felicidad. La perfección es, también, el motivo por el cual todos respingan la nariz ante la noticia de la desaparición de ella justo en la mañana del quinto aniversario de la visita al altar, sin más rastros que algunos signos de violencia en la casa compartida. ¿Secuestro? Eso piensa el marido. O al menos alega pensar: no suena demasiado convincente diciéndolo mientras pasea relajadísimo por la comisaría y sonríe ante las cámaras. Menos aun cuando se devele el incremento de un seguro de vida de ella y una tendencia a la violencia de género de parte de él. Que el marido tenga la cara impertérrita y el físico tosco de un actor con nula expresividad como Ben Affleck es, rara paradoja, un gran acierto en el marco de un film que, a fin de cuentas, tiene a la simulación, la duplicidad y la construcción de un otro –¿alguien dijo Brian De Palma?– como algunos de sus principales temas.
La policía, claro, lo mira de reojo, barajando en voz baja la teoría del asesinato. Pero él insiste en la creciente pobreza e inseguridad del barrio residencial de Missouri al que recalaron después de perder sus trabajos en Nueva York. La riqueza hipotecada de la clase media-alta norteamericana contrastada con una marginalidad creciente desde 2008 será uno de los juegos visuales predilectos propuestos por Fincher durante la primera hora y pico, haciendo lucir ese entorno como un suburbio oscuro y ominoso sacado del universo noir de Dennis Lehane. Hasta que... mejor no adelantar demasiado lo que vendrá después, ya que la voltereta argumental pondrá patas arriba todo lo anterior para zarandearlo hasta niveles imposibles. Que todo resulte narrativamente lógico es un porotazo para un Fincher dispuesto a dar clases sobre el manejo del punto de vista, convirtiendo a Perdida en –como sintetizó atinadamente el diario Los Angeles Times– una de Hitchcock hecha después de haber visto mucho Bergman antes de ir a trabajar.