Sin rastro de nosotros
Hay una canción de Joaquín Sabina que habla de una pareja consumida por el paso del tiempo, y que dice algo así como “y cada vez más tú, y cada vez más yo, sin rastro de nosotros”. Ese nosotros que se desvanece es un nosotros que bien puede vincularse con Perdida, no sólo porque el matrimonio y sus vericuetos es el tema central, sino porque como espectadores la película propone un juego que nos anula, sumándonos en un engranaje que funciona perfectamente y que nos impide, por medio de la fascinación, pensar demasiado en lo que está pasando. Hay, sólo, un disfrute. Esto, que parece una celebración de la frivolidad, es también una declaración de principios sobre un tiempo y un espacio cinematográfico dominado por tipos como David Fincher.
Lo confieso, Fincher no es un director que me caiga demasiado simpático. A excepción de Zodíaco y Red social (no sólo sus dos mejores películas, sino dos de las más grandes películas norteamericanas del nuevo siglo), sus restantes trabajos me resultan afectados, manieristas, efectistas. Hay dos, incluso, que me provocan urticaria como El club de la pelea y Al filo de la muerte. Y con Perdida, entonces, ingreso en una zona de riesgo personal en la que me descubro seducido por una película que tiene mucho más de Al filo de la muerte que de Zodíaco. Pero que sin embargo me encanta. ¿Cómo llego entonces a la conclusión de que Perdida es uno de los mejores estrenos del cine estadounidense de este año, si me encuentro ante una trama plagada de manipulaciones, donde el punto de vista es confuso y hasta donde la narración parece un festival de guionista con el ego demasiado inflado?
Perdida es en primera instancia la historia de un tipo que busca a su esposa desaparecida. Pero es mucho más, aunque no se puede contar sin develar sorpresas que a partir de su hora de narración comienzan a acumularse de manera descabellada. Y si bien esos son detalles narrativos, hay que decir que la película en una mirada más general es un film sobre el matrimonio, pero especialmente sobre el matrimonio como un bien social y, más aún, como un tesoro de cierta moral estadounidense. El personaje de la esposa, de hecho, fue modelo en su juventud para una caricatura que era el ejemplo de la rubiecita naif, simpática y norteamericana. Lo que hace la película, detrás de sus vueltas de guión y sus giros inverosímiles, es precisamente una violación, un ultraje de ese american way of life representado en esa niña y en ese concepto. Perdida es una obra oscura y muy cínica, no tanto por lo que se ve sino por lo que transita por debajo como un río podrido.
Pero todo esto, que da una idea de historia en la línea Dennis Lehane, con sus pueblos y sus retratos familiares quebrados, se resiente en pos de un espíritu sardónico que la autora de la novela original Gillian Flynn construye y Fincher traduce muy bien en imágenes, y pone en escena magistralmente. Perdida es, básicamente, una sátira, y una muy genial. Allí hay un material de base que mezcla en su olla a los medios, la moral pueblerina, las instituciones del Estado, el periodismo. Pero donde fundamentalmente el centro del experimento es el propio espectador, que ve cómo sus expectativas son totalmente fraguadas por una trama zigzagueante plagada de quiebres, giros, contradicciones, ambigüedades, inexactitudes y escasez de rigor. Todo esto, que podría ser cuestionado y con justeza, se aprecia y se disfruta porque simplemente la película lo dice explícitamente, con total ánimo lúdico. Ese Juego de la vida que aparece ingenuamente al comienzo, no es más que un elemento emblema que el guión dispone como advertencia: lo que vamos a ver es un juego, una total puesta en escena, un entretenimiento virtuoso que apuesta a sorprender y llevar las cosas más allá a riesgo de quebrarse.
Pero Perdida nunca se quiebra, más allá de un epílogo donde las páginas de la novela parecen amontonarse y complicar la claridad del desenlace. Fincher construye una primera hora sumamente sólida, que funciona como bálsamo y antídoto para todo el disparate que comienza a develarse luego, cuando se resuelve el misterio y todavía queda más de una hora de película: es honorable decir, también, que para disfrutar de la película es necesario ingresar en ese juego que se plantea. Si en El club de la pelea o Al filo de la muerte el director se pasaba de listo y jugaba a sorprendernos con demasiada trampa, aquí hace lo contrario: nos dice en la cara que nos está trampeando (porque nadie puede tomarse en serio muchas de las cosas que se ven), para proponernos ser cómplices en el asunto. Y en la complicidad, disfrutar de la farsa que se monta, que es de las más divertidas. Con esta operación, la película lo que hace es un movimiento interesantísimo: si lo que se ve son una serie de personajes que mienten para una sociedad ansiosa por amar u odiar a referentes mediáticos, finalmente es el espectador el que cae presa de ese juego de máscaras que Perdida resulta: ¿thriller?, ¿comedia negra?, ¿drama romántico? ¿Qué nos creemos en serio y qué decimos creer por conveniencia? ¿Por qué miramos películas? ¿Por qué nos entregamos con fascinación a este juego en el que somos manipulados explícitamente?
Tal vez en la respuesta a esa última pregunta radique el misterio del éxito del cine de un realizador como David Fincher, tan irregular como impar, pero que ha sostenido buena parte de su filmografía en la manipulación. En esas sociedades que Perdida muestra y que, por otro lado, cosecha como público, hay una verdad más aberrante que todo lo que ocurre en la película. Perdida nos deja al borde del sincericidio, y por motivos diferentes a los que creemos cuando terminamos de verla.