Utopías reales
Perdidos en París (Paris pieds nus, 2016), es la cuarta película que la pareja de realizadores Dominique Abel y Fiona Gordon ruedan juntos. Su misión es clara: con el mismo tinte de Rumba (2008) rescatan elementos de comedia negra para hacerlos relucir. La formula es acertada, ya que aborda desde lo efímero, lo central, y convierte lo simple en atrapante fusionando criterios estilísticos de antaño con decisiones artísticas modernas, generando así un nuevo paradigma al borde del delirio sano.
La trama por momentos recuerda al film Hacia Rutas Salvajes (Into the Wild, 2009), de Sean Penn: enfatiza la necesidad de perderse para encontrarse, y muestra cómo un viaje puede resultar el puntapié inicial para convertir ideas en proyectos a partir del simple contacto con un otro, ajeno, a la cultura propia, que desde otro estilo de vida aporte una mirada que ayude a ver posible lo imposible y abra puertas a nuevos rumbos en un acto de iluminación. También rememora la esencia del director Jacques Tati al mostrar el lado B de la ciudad de las luces a través de situaciones cotidianas, previsibles y banales que transcurren en las modernas calles parisinas para develar qué hay detrás de la “capital del arte”.
El guión funciona a la perfección: Apela a la tragicomedia con recursos como el slapstick y la ausencia de diálogos. En esta línea, el tono burlesco, casi circense, resulta acertado para transmitir cómo se vive y sobrevive en París. También hay una marcada arista psicodélica -al estilo Woody Allen- que muestra cómo el destino separa y, al mismo tiempo, une en infinitos encuentros inesperados a dos personajes solitarios con vidas totalmente opuestas: Él homeless, ella viajera, interpretados formidablemente por Gordon y Abel con sus mismos nombres. A grandes rasgos, la historia gira en torno a cómo una introvertida bibliotecaria canadiense se anima a viajar a París para cumplir su sueño de ser “mochilera” con la heroica intención de salvar a su tía Martha (Emmanuelle Riva) que padece demencia senil y se resiste a internarse en un geriátrico. Sin embargo, apenas desembarca su sueño se torna una pesadilla: pierde su equipaje y con él sus documentos y la dirección de su tía. Aquí la narración semióticamente juega con el significado de “perderse” y pasar de ser “voyeur” a una desafortunada “forajida” cuando atraviesa -cual efecto dominó- una cadena de desastres que parece no tener fin hasta que logra dar con el domicilio de su tía. Pero llega tarde: Martha ha desaparecido y Fiona, abrumada por la situación, nuevamente recorre las calles en busca de la anciana que huye para no ser encerrada en un asilo. Allí se cruza con Dominique (Abel), un homeless que sobrevive, como puede, a contramano de la desgracia y le cuenta que encontró una mochila con ropa y dinero que “cambió milagrosamente su vida”. Fiona, indignada, le informa que esa mochila le pertenece y éste huye. Con este desenlace, previsible, avanza la historia que encuentra la fórmula para divertir al espectador en los recurrentes gags entre ellos cuando el destino los cruza en constantes enredos, fieles al estilo Chaplin.
Sin duda, la clave del éxito es la fusión del elenco con la artística. Desde el colorido banner publicitario que combina los colores rojo, amarillo y verde, e incorpora los personajes centrales caricaturizados con los pies colgando en el aire, hasta el titulo donde adelanta geográficamente que la historia se anclará en París. Esta estética, a cargo de Claire Childeric y Jean-Christophe Leforestier, se acopla perfectamente a los movimientos de cámara y planos coloridos en el montaje de Sandrine Deegen donde, por excelencia, es el cuerpo lo más importante. Y aquí cabe destacar el impecable cóctel de actores, empezando por la impecable performance de la dupla que con sus morisquetas milimétricamente calculadas, generan empatía en el espectador. Vale destacar cuando bailan una sensual coreografía tanguera al son de la banda sonora de electro-tango de Gotan Proyect. Y como si esto fuera poco, puede verse una de las últimas interpretaciones de Emmanuelle Riva. A ella se suma la participación especial de Pierre Richard, leyenda de la comedia. Aquí, todos los personajes ensamblan a la perfección y se rescatan mutuamente, una y otra vez, ante situaciones límite.
Si bien, por momentos, recuerda a La Bahía (Ma Loute, 2016) de Bruno Dumont, que también pivotea al borde del delirio y se mete de lleno con el género de la comedia negra para rememorar el cine vanguardista, Perdidos en París tiene personalidad propia y logra cautivar al espectador. La dupla Gordon-Abel denota el amor que los une los une en un perfecto punto de ebullición creativo donde proponen, a conciencia, un disparatado viaje al absurdo con actuaciones descomunales y exacerbadas que marcan lo bueno reírse de uno mismo, además de mostrar cómo en ocasiones la desgracia une a los humanos y las acciones resultan más efectivas que las palabras.