Una mesa para teatro filmado.
Perfectos desconocidos viene precedida de un tendal de logros comerciales en su Italia natal, donde batió cuanto récord de taquilla exista y se alzó con dos premios David di Donatello, entre ellos el de Mejor Película. El éxito abrió las puertas para un estreno en gran parte del mundo (la Argentina incluida) y la puesta una marcha de una remake española dirigida ni más ni menos que por Alex de la Iglesia. Es cierto que el director de La comunidad, 800 balas y Crimen ferpecto anda con la pólvora mojada, pero la habitual negrura de su mirada puede calzarse de maravillas a esta historia que, en su versión original, elige quedarse en la superficie lustrosa de su concepto. El film de Paolo Genovese transcurre íntegramente en el marco de la cena de un grupo de amigos en la casa de uno de ellos. Casi todos tienen vidas medianamente armadas, con pareja, proyectos de familia y trabajos estables, salvo uno que, por lo que se cuenta, es un soltero empedernido. O al menos eso aparenta, ya que si hay algo que quedará claro muy rápido es que en realidad nadie es quien dice ser. La vibración de un celular es el puntapié para una pequeña discusión sobre la absorción de la tecnología que culmina con la idea de poner los aparatos sobre la mesa, y compartir los mensajes y llamadas que cada uno reciba durante el resto de la velada.
Las risas por lo que en principio se piensa como una humorada mutarán por rictus de seriedad cuando efectivamente comprueben que la propuesta va en serio. ¿Acaso tienen algo que esconder? Obviamente que sí, sobre todos los hombres, que para Genovese son, casi sin excepción, infieles, cínicos y/o mentirosos, en contraposición a la inocencia y bondad de las mujeres, que a lo sumo ocultan un implante mamario inminente. La dinámica de un grupo de personajes que los franceses llamarían bobó (bohemios y burgueses) sacando los trapitos al sol entre platos y copas encuentra ecos en Un dios salvaje, adaptación de Roman Polanski de la obra de teatro escrita por Yasmina Reza. Igual que aquella, la concentración en tiempo y espacio despoja a Perfectos desconocidos de cualquier complejidad formal o requerimiento extravagante de producción, y obliga a depositar en el guión y en la plantilla la actoral la responsabilidad de amarrar en puerto seguro. El riesgo de esta operación es caer en teatro filmado, tropezón que ocurre apenas se devele la mecánica de batalla discursiva –con la mesa como su campo– del relato.
Pero Perfectos desconocidos no es teatro filmado sólo por transcurrir íntegramente en un espacio cerrado, sino por su imposibilidad de hacer de ese espacio un elemento con peso específico dentro del relato, lo que da como resultado una puesta en escena chata que la cámara muestra siempre en planos cerrados, dignos de un lenguaje televisivo más que cinematográfico. Tampoco ayuda demasiado un guión –creado a ¡diez! manos– puesto al servicio de una única idea vertebral, y con una serie de diálogos que por momentos adquieren un grado de artificio que rompen cualquier fluidez y naturalidad. A Genovese le interesa demasiado que su film dialogue con la coyuntura comunicacional, y lleva de las narices al espectador hacia una serie de reflexiones morales y éticas cuyas conclusiones dependen menos de quien mira que de quien la filma.