Esta producción se encuadra dentro de la estructura que parecería estar en auge la de trasladar, o adaptar, una obra de teatro al cine en un único espacio, con la imperiosa necesidad de hacer uso de varios elementos del lenguaje cinematográfico para despegarlo de su origen. Digamos el fuera de campo, los movimientos de cámara, el uso intensivo de los primeros planos, el diseño de sonido, específicamente la banda sonora.
Principalmente para recurrir al éxito de la propuesta debe contarse con un muy buen guión, no es que este sea una excepción, el problema es de otra naturaleza. Ejemplos de filmes similares abundan.
Desde la reciente “La noche que mi madre mató a mi padre” (2016) o “El nombre” (2012), pasando por “Un Dios salvaje” (2011) hasta llegar a “Doce hombres en pugna” (1957). Esta última es, a mi entender, la única que soportaría una cámara testigo, en plano general, pues el guión es perfecto.
La diferencia con todas las mencionadas se puede encontrar en la instalación de la verosimilitud de la propuesta y sostenimiento de la misma. En realidad, en este caso, nunca se instala fehacientemente.
La idea original, sólo a partir del avance de la tecnología sobre la vida cotidiana, es muy interesante. Sin embargo, el tema subyacente a partir de su despliegue, desarrollo y cierre, plantea ciertos manifiestos que le dan un tinte diferente al que “a priori” parecería querer establecer el texto.
El disparador: ¿Conocemos realmente a las personas de nuestro entorno íntimo?
En una cena de amigos, tres parejas y un soltero, amigos de toda la vida, en una escena muy común en estos días, todos están atentos a sus celulares, y alguien propone un juego.
Si nadie tiene nada que ocultar dejar los celulares sobre la mesa y cada llamada, mensaje, whats app que se establezca sea compartida por todos los presentes. ¿Una ruleta rusa a punta de celulares? ¿Una versión actualizada de verdad-consecuencia?
Los primeros veinte minutos, en que se establece el juego, el filme se sostiene, solamente a partir de ciertas banalidades superfluas que se van exponiendo, para luego dar la sensación de agotamiento del recurso. Los secretos y mentiras más profundos comienzan a emerger de los benditos aparatos, es cuando se destruye el poco trabajado verosímil, hay determinadas situaciones que hacen que el espectador se despegue de la identificación establecida a partir de la extrañeza que provoca.
Lo mejor de la realización lo encontramos, entonces, en las actuaciones, la credibilidad que establecen los actores ayuda a la progresión del filme pues el desarrollo de los personajes se va dando a medida que avanza la cinta.
El director, el mismo de “Toda la culpa de Freud” (2012), termina por instalar el texto en una comedia negra, amarga, para dar un vuelco, un giro sorpresivo sobre el cierre que apunta a restablecer al espectador, no a los personajes. La sorpresa deja con desazón ya que al no estar bien elaborado el verosímil antes mencionado la sensación que produce es el de la mentira articulada, y no de un engaño en el que caímos. Que parece lo mismo, pero no lo es.
Es un relato bien contado, con algunos gags muy ocurrentes, con diálogos inteligentes unos, chispeantes otros, de estructura narrativa clásica, progresiva, lineal, cada personaje tiene su espacio temporal para mostrarse, eso favorece en parte al tratamiento.
El tema subyacente, y sólo después de terminada la proyección, es que la impresión que se despliega es haber visto una película demasiado católica, donde no sólo todos tenemos secretos sino que todos somos al menos pecadores, infieles, envidiosos, avaros, desconfiados, engañosos, mentirosos, de uno por lo menos, o todo junto, ergo culpables.
Pero como dice el poeta cubano Israel Rojas...”Aunque sigan labrando el camino a la gente con tecnologías, seguiremos llorando como el Neanderthal”...