Las autopistas alemanas (autobahn) tienen tramos sin límites de velocidad y Creevy (“Shifty”, “Welcome to the punch”), mediante este saber popular, juega y propone conceptos como la autonomía y la libertad del ser. El inconveniente reside en la pobre aplicación de estas ideas para que lleguen al espectador.
Antes de irme por las ramas sería necesario explicar de qué va “Persecución al límite”. Como tantas otras películas sigue la fórmula: chico, Casey Stein (Nicholas Hault), conoce a chica, Juliette Marne (Felicity Jones), y deja todo para estar con ella -acá es donde se redobla la apuesta de esta norma-. Estadounidenses los dos, residen en la ciudad de Colonia por distintos motivos: Él escapó de Estados Unidos por tener problemas con la ley y se gana la vida robando autos para Geran (Ben Kingsley), un mafioso local que regentea el boliche donde trabaja Juliette, quien, a su vez, dejó su país para estudiar y alejarse de sus padres drogadictos.
Una noche se conocen en dicho local y Casey decide, tras ser rechazado por Juliette -sabe en qué círculos se mueve-, dejar los bajos fondos. ¿Romántico, no? Una pena que Creevy les tenga preparada una sorpresa.
La acción de la película gira en torno al amor que tiene Casey por Juliette. Al ser una mujer quien cambia el destino del protagonista se puede creer que es una típica femme fatale, pero no es así, las motivaciones de Casey -el relato es desde su punto de vista-, cuando se desencadena el conflicto, hacen que Juliette asuma (involuntariamente) el papel de una “damsel in distress” (damisela en apuros). En este contexto se puede tildar al protagonista de ser un caballero con armadura, un Quijote cuerdo, que monta al caballo del siglo XXI, en busca de una conquista que, aunque conjunta, es, sobretodo, individual: darle una vida plena a su amada sin importar el costo de sus acciones.
Como señalé al comienzo, “Persecución al límite” trata sobre la libertad del ser y la autonomía para elegir, sin importar las consecuencias, el propio destino. Casey es, ante todo, un existencialista y sigue a rajatabla una máxima sartreana: “un hombre no es otra cosa que lo que hace de sí mismo”. Está buscando su identidad, (re)definirse por medio de sus acciones, trascender. Para ser tiene que hacer y, para ello, debe transitar una(s) experiencia(s), y las autopistas alemanas, cuya falta de límites a la velocidad son una metáfora de la libertad y la libre elección, son el lugar en el que acontece esta transición. Casey (r)evoluciona junto a su entorno, pero, en realidad, lo transfigura a su propio gusto. No obstante, la película es un show de artificios sentimentales forzados -motivaciones, deseos, frustraciones, etc.- que terminan por perjudicar, penosamente, este discurso hasta reducirlo y llevarlo a lo banal.
Los personajes que encarnan Ben Kingsley y Anthony Hopkins, son toda una paradoja. Consabidas sus dotes actorales, están atados a un guion que (perversamente) los obliga a repetir gestos -exceso de verborrea y tics físicos- que los acartonan para interpretar a dos mafiosos que son uno la antítesis del otro. En el redil están Hagen Kahl (Hopkins), un empresario frío y calculador que profiere monólogos grandilocuentes, y Geren, un matón excéntrico e impulsivo que no para de balbucear lo que piensa. Uno es cerebral, el otro pura sangre. Dos personajes, cero carisma. El talento de estos actores no impide que sus personajes sigan viéndose como autómatas, entes amoldados por la gracia y voluntad de un guion yerto.
“Persecución al límite” aqueja la falta de condimentos que permitan transpolar con soltura sus ideales. Además, Creevy pretende que su película sea polenta, genere adrenalina y que los personajes transmitan empatía y complicidad con la audiencia. Sin embargo, el resultado es ajeno y contrario a estas pretensiones; la polenta (se nota) está vencida, la dosis de adrenalina la confundieron con una de melatonina y los personajes tienen menos gracia que Cara de Barro, el icónico personaje del Parque de la Costa.