Kristen Stewart brilla en la inquietante y perturbadora película de Olivier Assayas.
Fantasma y fantasía son dos palabras muy cercanas y Personal Shopper parece llevar esa proximidad hasta sus últimas consecuencias. Tras El otro lado del éxito, el director Olivier Assayas convocó de nuevo a Kristen Stewart para protagonizarla. No se equivocó. Ella ofrece la mejor interpretación de su carrera desde Adventurland, con la diferencia de que en este caso no había un modelo de personaje al que atenerse y tuvo que inventarlo desde cero.
Kristen Stewart es la personal shopper del título, Maureen Cartwright, una joven norteamericana que se dedica a comprarle vestidos y joyas a una mujer francesa que pertenece al jet set y que va y viene por distintas ciudades de Europa. Pero en realidad ese trabajo es sólo una excusa para vivir en Francia. Sucede que en París murió su hermano gemelo –médium como ella– y ahora está tratando de comunicarse con el espíritu de él para cumplir un pacto fraterno.
En términos de género, no se trata de una película de terror sino de suspenso o de misterio. Hay fantasmas, por cierto, y Assayas ofrece dos o tres escenas inquietantes que demuestran que no sólo maneja la prosa del miedo sino que además tiene la capacidad de elevarla hasta convertirla en poesía. Personal Shopper es sublime en el sentido más propio de esa palabra: bella y perturbadora a la vez.
Casi al principio de la película, se enuncia un postulado fundamental puesto en la boca de un especialista en espiritismo entrevistado en un programa de TV, quien afirma que existe una estrecha relación histórica entre la tecnología y los fenómenos paranormales. Por ejemplo: los espíritus empezaron a golpear las mesas dos años después de que se inventara el código Morse.
Pero más que ilustrar esa premisa (lo cual daría un ensayo no una ficción), lo que hace el director francés es extremarla hasta su punto de máxima ambigüedad. ¿Quien chatea por teléfono con Maureen? ¿El espíritu de un muerto o un manipulador despechado?
La profundidad conceptual de Assayas reside en sugerir que, más allá de que se muestren o no se muestren los fantasmas (con su anatomía traslúcida) o que se manifiesten o no se manifiesten mediante una violación de las leyes físicas (un vaso que flota en el aire), resulta imposible discernir entre el mundo natural y el mundo sobrenatural. Y lo mejor es que esa profundidad conceptual está apoyada en una intriga construida con una sutileza y una perfección tal que parece dictada por el propio Alfred Hitchcock en un sesión de espiritismo.