Las películas de Olivier Assayas funcionan mejor desde lo granular, desde la sucesión de momentos, desde la inmediatez de esta escena o aquella toma, que desde lo global, desde la visión retrospectiva de su totalidad. Irma Vep (1996) y Demonlover (2002) son obras maestras no por su estructura final, por el edificio terminado en el espejo retrovisor, sino por la experiencia de cada instante, las habitaciones y los pasillos de la trama.
Personal Shopper (2016) es algo así. Kristen Stewart -en un papel que le demanda más que su típica cara de fastidio- es Maureen Cartwright, una médium que busca reconectarse con su hermano, también médium y recientemente fallecido. Pero además es la asistente de una modelo, la encargada de comprarle la ropa y los accesorios para sus fiestas de gala y sus producciones fotográficas. Y como si esto fuera poco, Maureen también es perseguida por un admirador secreto, que le envía crípticos mensajes de texto.
Así, entre una película de terror, un thriller tecnológico y un ensayo sobre la fascinación por la riqueza y la vida de los otros, el film de Assayas avanza hacia un final algo torpe, que pretende sorprendernos con un cliché y que nos obliga a preguntarnos eso que ya estamos acostumbrados a cuestionarnos de todas maneras; es decir, si los vaivenes de la trama son o no son productos de la imaginación febril de la protagonista (No se trata de un spoiler, porque cualquier espectador medianamente atento se adelantará a la epifanía de Maureen).
De todos modos, sus itinerarios zigzagueantes por París son inquietantes. Assayas -como alguna vez lo hizo Jacques Rivette en films como Duelle (1976), La Historia de Marie y Julien (Histoire de Marie et Julien, 2003) y la invencible Celine y Julie Van en Barco (Céline et Julie vont en bateau, 1974)- descubre lo sobrenatural como quien no quiere la cosa, como si lo fantástico estuviera a la vuelta de lo cotidiano. Es cierto que Personal Shopper recurre a efectos especiales un poco dudosos, y que sus escenas más terroríficas no logran ni la ironía juguetona de Rivette, ni la mirada expectante de La Bruja (The Witch, 2015) o Te Sigue (It Follows, 2014), ni la locura expresiva de -digamos- algo como Amityville II: La Posesión (Amityville II: The Possession, 1982). Pero no deja de generar una atmósfera intrigante y persistente, a veces (aunque no siempre) con mucha sutileza, a través de pequeños ruidos o movimientos de cámara, como si en cada rincón hubiera un portal hacia lo desconocido.
Lo más valioso de la película, sin embargo, es cómo combina sus eclécticos ingredientes con tanta soltura. Es, realmente, la historia de un viaje: el periplo de Maureen a través de ciudades, trenes, carreteras, departamentos très chic, casonas antiguas y distintos géneros cinematográficos. En una escena, la vemos en lo que podría ser Adoro la Fama (The Bling Ring, 2013), probándose la ropa de su empleadora; y en la próxima, aparece en Rojo Profundo (Profondo rosso, 1975), rastreando espíritus en mansiones abandonadas. Es como si hiciéramos zapping y Kristen Stewart estuviera en todos los canales.
El hilo conductor de estos continentes narrativos es la ausencia, que se multiplica con cada salto genérico. Está la ausencia del hermano de Maureen; la del acosador, que es una presencia sin cuerpo, un sinfín de mensajes de texto, palabras en la pantalla de un smartphone; la de la misma Maureen, que se imagina en el cuerpo de la modelo, lo que implicaría vaciar el propio, como si se tratara también de un vestido intercambiable; la de los fantasmas, que son el recuerdo de un cuerpo perdido. Escrito de esta manera, suena todo muy programático y tedioso. Pero no lo es en la práctica.
Assayas no quiere que nos vayamos de la sala con un mensaje aleccionador sino más bien con una sensación o una intuición, con algo que percibimos -como dijimos anteriormente- en lo granular, en los instantes. Lo que está en juego es la identidad de Maureen, que se descompone ante un sinfín de incógnitas -qué hacer, con quién estar, dónde y para qué vivir- en un contexto de lujos que no le pertenecen, una ciudad en la que es una extranjera y herramientas digitales que ayudan pero no terminan de (o que quizás impidan) estrechar distancias y rellenar huecos emocionales. Y en las contingencias de este trayecto -no tanto en su destino- está lo mejor de la película, en cómo Maureen recorre domicilios, ausencias, vestidos, películas, géneros y su eterna incertidumbre.