No existe tal cosa como un manual de ética cinematográfica, pero de escribirse algún día, tendría necesariamente que condenar el recurso sobre el que gravitan muchas de las últimas películas de terror mediocres y sin ideas: la búsqueda traicionera del susto mediante un golpe de sonido y la inclusión repentina de una imagen shockeante (aunque la mayor parte del trabajo siempre lo lleva a cabo la banda sonora). El terror es más que el generar sustos fáciles, automáticos; también es crear climas, atmósferas que inviten al miedo, a sumergirse en un mundo terrible, con reglas diferentes a las de la vida cotidiana. Cuando una película de terror echa mano en más de una ocasión a ese tipo de recurso, claramente se está ante un director que es incapaz de construir un universo personal consistente (es el caso de Samuel Bayer, que proviene de la realización de videoclips y tiene en su haber Until It Sleeps de Metallica y Bullet with Buterfly Wings de Smashing Pumpkins, entre otros), que solamente busca una respuesta inmediata, un sobresalto calibrado, confundiendo así el miedo más genuino con el impacto cinematográfico de la peor calaña. De igual manera, tampoco son lo mismo el shock típico del gore y el alarde técnico que permite la tecnología digital: si todavía hoy los viejos zombies de George Romero de la década del 70 y 80 impresionan mucho más cuando devoran vivo a alguien que todas las volteretas y cortes que recibe una de las víctimas de Freddy Krueger en la remake de Pesadilla en la calle Elm, es porque hoy el cine de terror mainstream, salvo contadas excepciones (Rob Zombie, por ejemplo), apuesta más al despliegue de toda una batería de efectos digitales y se olvida de la plasticidad que fue marca registrada del gore desde sus inicios en la clase B; la visión de un montón de zombies arrancando y devorando las vísceras de una persona en El día de los muertos es impresionante por el componente increíblemente físico de la escena, mientras que la chica asesinada en sus sueños por Freddy, bañada en sangre y con heridas puramente digitales, sufre una muerte limpia, aséptica, que está lejos de conmocionar con la fuerza del gore más tradicional.
Esa falta de decisión, ese no arriesgarse a contar una historia de manera firme, segura, también se puede apreciar en otros pasajes de Pesadilla en la calle Elm, remake del clásico de Wes Craven e intento tardío de reflotar la franquicia de Freddy. Adolescentes impolutos que duermen juntos pero no tienen sexo, un asesino de chicos (Krueger) que en esta remake es oportunamente convertido en abusador (¿será que en estos tiempos signados por la corrección política un pedófilo resulta más perturbador que un asesino de niños?), un chico emo que se pasa la película con cara de deprimido (hace acordar al emo de Capusotto) y que en lugar de drogarse, como hacían los jóvenes del género en otras décadas, toma pastillas con receta que compra en la farmacia (si es que el farmacéutico decide vendérselas, claro), un villano que es puro one-liner y pose cool impostada pero carece absolutamente del carisma y la presencia actoral de su antecesor, una chica que se mete en la bañera pero oculta prudentemente sus encantos a la cámara, etc. Todo en la película de Bayer es medianía, pobreza, corrección; no hay nada que escape a la mediocridad aburrida del film. La remake de Pesadilla en la calle Elm es un recorrido mecánico e insulso por una historia que tiene poco para contar, y en el que casi nada alcanza a disfrutarse fuera de alguna muerte con un poco de nervio y un par de frases simpáticas de Freddy.