Para quedarse dormido
La remake del clásico de Wes Craven pone en evidencia la dificultad de potenciar las virtudes de un noble producto cinematográfico en una relectura. Al finalizar el film surge una pregunta espontánea: ¿para qué la hicieron?
La respuesta no tarda en llegar: para ganar dinero. El mercado cita y fagocita, pero en las películas de terror sucede algo más. Las remakes suelen adherir a una tendencia del denominado “cine posmoderno”, consistente en el regodeo con la cita, el guiño, el homenaje. El costo a pagar es que muchas veces esta tendencia va en contra del horizonte de expectativas de este género, que es bien claro: asustar. Si hay algo saludable en esta Pesadillaes que esquiva esa senda, aunque tampoco consigue algo sustancial. Se diría que “actualiza” algunos elementos (la original es de 1984), pero esa actualización señala aún más su naturaleza mercantilista. No por nada el director debutante (Samuel Bayer) tiene una extensa carrera en la realización de video clips. Un antecedente que sirve para comprender los remates efectistas del sonido (voz de Freddy Krueger amplificada) y el montaje, que en la original eran verdaderos “efectos”.
La anécdota señala a Krueger como un jardinero pedófilo (hay un capítulo de Los Simpsons que transpone esta figura siniestra en Willy el escocés). En determinado momento el relato asume la forma de flash-back para dar cuenta de su pasado, cuando atormentaba a los alumnos de un jardín de infantes. El hombre fue descubierto y los padres de las criaturas lo asesinaron prendiéndole fuego. Cuando estos crecieron, el monstruo mutó y devino figura pesadillezca, con la particularidad de que sus guantes con cuchillas lastiman en serio. Y no tardarán en amenazar a los otrora niños cuando se queden dormidos.
El rostro del Krueger original (en la piel –maquillada- del actor Robert Englund) ha sido sustituido por Jackie Earle Haley, quien consigue ganar relevancia merced a unas facciones poco amistosas. Para quienes vieron las sietes películas de la saga, costará asumir ese cambio.
Cuando la película copia con minucia a las escenas de terror de la original, consigue generar tensión. El sub-género al cual pertenece es el slasher, cimentado en litros y litros de sangre y pocas sutilezas. Lo genuino del producto es que a diferencia de ejemplos recientes (el caso de El juego del miedo es canónico) apunta directo al nervio, se olvida de la digitalización en pos de construir un espacio en donde lo que impera es el suspenso. En esta secuela las mejores secuencias se construyen a partir del silencio, umbral que denota la nada que antecede a las muertes. El crujir de las cuchillas del asesino, la posterior ausencia de sonidos, y el remate con un estruendo de procedencia desconocida demuestra que se puede hacer buen cine de terror con el uso apropiado del fuera de campo.
La explicación de la naturaleza onírica y a la vez horrible del monstruo pudo haber sido más explícita hoy en día. En cambio, el guión opta por llenar de eufemismos los pasajes en donde se describe al Krueger-hombre como un enfermo sexual. Hay, entonces, una distancia pudorosa entre el mal terrenal y el mal fantástico que sí pudo haberse recreado de una manera más contundente. La capacidad de tener miedo muta, de nuevo está la relación entre texto y contexto señalando que el horror de los ’80 necesita cambiar para actualizarse y mantenerse activo. Si tenemos en cuenta a las escenas que sí generan tensión (las casi calcadas, como dijimos), queda más claro la naturaleza poco fértil de esta remake.