Casi todas las semanas tenemos en las carteleras alguna película de terror. Es uno de los pocos géneros que funcionan de manera constante: dejaremos para el sociólogo o el psicólogo encontrar explicaciones. No siempre las películas valen la pena (sabe el lector asiduo de esta columna que aquí somos fanáticos de todo y de nada), y el caso de Pesadilla en el infierno es interesante porque tiene elementos que podrían transformarla en una interesante reflexión sobre el género, sobre el poder y el sentido del miedo en general, y otros en los que la crueldad gratuita parece reflejar una absoluta falta de empatía no solo por los personajes, sino sobre todo por los espectadores. La trama involucra a dos jóvenes y una madre que sufren un ataque traumático, el paso del tiempo en el que todas tratan de lidiar con aquello, y la reunión forzada donde suceden cosas extraordinarias que reflejan aquel horror. Una de las jóvenes, de paso, es escritora de libros de terror. Con un poco de imaginación, el amigo lector podrá más o menos ordenar las piezas y descubrir la trama. El problema no es ese (la originalidad, lo decimos siempre, está sobrevalorada) sino que en lugar de depurar la tensa cuerda de la realidad versus la ficción (tema de hoy si los hay), Laugier decide ver cuántas cosas horribles es capaz de mostrar. Y esa saturación de horrores simplemente anestesia lo que podría ser realmente un film perturbador, y solo se queda en grosero.