Otro hombre que huye de todo en las playas.
Más allá de un volumen de estrenos que desde hace un lustro se ubica entre los 150 y 200 títulos (en 2017 fueron 209, según un relevamiento del sitio Escribiendo Cine), y de la variedad de formas y búsquedas dentro de ese corpus enorme, desde que al cine argentino se le antepuso el “Nuevo” las ciudades balnearias son, indefectiblemente, el refugio de seres penitentes. Nada de vacaciones con la familia o de andar feliz en alpargatas. Da lo mismo que sea Mar del Plata, una localidad del Partido de la Costa, algún pueblito tajeado por la ventosidad de la Patagonia u otro en las frondosas márgenes del Río Paraná. Siempre, como un mandato tácito, los hombres y mujeres de la factoría audiovisual nacional están ahí para que nadie los encuentre, con un pasado oscuro –un duelo, un delito, una relación trunca– a cuestas que, más temprano que tarde, llegará hasta ellos. Pescador es el exponente más novel de esta tendencia. Uno que marca el peso de la arena y las olas en su historia desde ese plano inicial que muestra la soledad más absoluta de la playa y, allí, en medio de la nada, al hombre que, se supone, huye de algo. O de alguien. O de los dos.
Recién sobre la última parte del film de José Glusman (Cien años de perdón, Domingo de Ramos) se sabrá quién es el parco y solitario Santos (Darío Grandinetti) y cuáles fueron los motivos detrás de su mudanza a una casa en medio del páramo que es la zona de Pinamar fuera de temporada. El dato venía cocinándose a fuego lento desde el principio, creando una módica intriga que el film diluye con un largo flashback explicativo que rompe con el punto de vista establecido hasta ese momento. Antes hay un típico relato costero centrado en la relación entre este hombre y tres chicos locales que alistan un restaurant en un parador con miras a la próxima temporada de verano. Relación que va, como casi siempre en estos casos, de la desconfianza al aprecio, de la autoprotección silenciosa a la manifestación de la vulnerabilidad emocional. Y que empieza a construirse torcido, con Santos rechazando una y otra vez a los jóvenes interlocutores. Así y todo insisten en charlarle porque... bueno, no queda muy claro por qué. O son buenos o hay un agujero en el guión que justifique la tenacidad de los chicos.
Definido por la información de prensa como un “policial playero”, el film va del drama intimista a la concreción del máximo temor de Santos no sin antes puntear las cuerdas del vínculo filial a través de un incipiente paternalismo ilustrado en decisiones que generan el refunfuño de los chicos. Sobre todo el de la chica, quien delegó en Santos el rol de depositario de sus miedos y desconfianzas y ahora, para salvar las papas del negocio, debe convertirse en mercancía de intercambio con un inspector municipal cuya bondad esconde, como todos aquí, secretos oscuros. Pródiga en planos abiertos de las playas vacías que ilustran la soledad de su protagonista, Pescador transmite un desfasaje tonal respecto al contexto de un estreno en plena temporada de verano que convierte ese terreno de sufrimiento en un lugar de descanso para mojar los pies.