Más Julio Verne que J. M. Barrie
Joe Wright no se anda con chiquitas. Conocido –y reconocido– internacionalmente desde mediados de la década pasada gracias a su adaptación de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, el realizador británico cimentó una carrera basada en el supuesto prestigio legado por traspasar a la pantalla grande a varios pesos pesados de la literatura. Así, entonces, le siguieron Expiación-deseo y pecado (2007), sobre novela de Ian McEwan y –después de probar suerte en arenas más convencionales con El solista (2009) y Hanna (2011)– ni más ni menos que Anna Karenina (2012), opus máximo de León Tolstói. En esa línea se inscribe Peter Pan, universo que si bien fue originalmente concebido por el británico J. M. Barrie para una obra teatral en 1904, alcanzó su apogeo gracias al cine, la televisión y una buena cantidad de libros.Hace ya unos cuantos años que Hollywood puso el ojo en los clásicos infantiles para exprimirlos aún más. Esta nueva ola incluye a Maléfica, La chica de la capa roja, Blancanieves y el cazador, Hansel y Gretel: cazadores de brujas, Cenicienta y ahora, claro está, Peter Pan. El film muestra a Peter (Levi Miller) viviendo en una Londres en ruinas durante la Segunda Guerra Mundial. Hasta allí llegan los piratas al mando de Barbanegra (un Hugh Jackman felizmente exacerbado) dispuestos a reclutar mano de obra esclava para encontrar un polvo de las hadas que alarga la juventud. ¿Acaso no era el pibe quien no envejecía? Sí, pero el film de Wright opera como precuela a lo previamente conocido: Peter es aquí un mortal común y corriente y Hook, también esclavo y posterior aliado en la cruzada libertadora.El paso de los corsés y los amores contrariados, prohibidos y decimonónicos a una épica de aventuras más tradicional y clásica en línea con Indiana Jones no le sienta del todo mal a Wright, quien sin embargo confunde relectura con aggiornamiento. Así, moldea su materia prima sobre la base de buena dosis de modernidad formal pop, los habituales valores de producción inflamados y deliberadamente visibles y sonoros de todo tanque norteamericano y un soundtrack que incluye reversiones colectivas de Nirvana y The Ramones, elevando así la autoconciencia del artificio de Anna Karenina y que en su momento le había valido una comparación –ahora algo más pertinente– con el Moulin Rouge!, de Baz Luhrmann.La segunda mitad del film va un poco más allá de la obsesión por el color y el trabajo sonoro. Ocurre cuando sobre esa superficie sobrevuela un sentido de la aventura que por momentos remite a Julio Verne. Como en Viaje al centro de la Tierra, Wright apuesta a naturalizar la fantasía hasta convertirla en elemento fundamental de la narración, con cocodrilos gigantes, sirenas y unos pajarracos huesudos, todos de notable invención visual y perfectamente integrados a la acción.