UN CONEJO SE MIRA AL ESPEJO
Es muy probable que si Beatrix Potter viera esta película y descubriera en qué han convertido a su The tale of Peter Rabbit, libro publicado allá por 1902, cayera de bruces sin posibilidad de recuperarse. Lo mismo -casi- que le sucede a la Bea de Rose Byrne en Peter Rabbit: conejo en fuga, cuando un malvado empresario del ámbito editorial toma su querido personaje para convertirlo en un merchandising ambulante. Y puede aún más que Will Gluck, el director y guionista, fuera absolutamente consciente de todo esto y creara una comedia que se hace cargo del carácter mercachifle del cine familiar del presente solo por el ánimo de divertirse y comprobar que el movimiento se demuestra andando. Gluck dirigió anteriormente otras grandes comedias autoconscientes como Se dice de mí y Amigos con beneficios, por lo que todo cierra perfectamente en el espíritu alocado de esta película.
Esta secuela retoma a los personajes de Byrne y Domhnall Gleeson en el momento en que se casan y logran cierta armonía en la convivencia con sus compañeros animales. Pero todo se quiebra cuando aparece el empresario mencionado anteriormente, que siembra la semilla de la duda en el querido Peter Rabbit: ¿es un líder carismático o es la semilla mala, la manzana podrida que perjudica al resto? Con esa duda existencial, nuestro héroe terminará distanciándose del grupo y construyendo una aventura en solitario, mientras trata de hallar su verdadera identidad. Gluck sabe que tiene un cuento clásico entre manos, con moraleja incluida, pero que las formas son las del relato animado. Y construye en consecuencia una historia que se ilumina cuando las formas se descontrolan y todo se vuelve un dibujo animado anárquico, apostando por un muy efectivo humor físico que no desdeña lo verbal. Es que como dice el bueno de Peter, “Soy terrible con los idiomas extranjeros… pero genial en la violencia a lo cartoon clásico”.
La película va edificándose sobre situaciones y conflictos previsibles, hasta un último acto donde la autoconsciencia nos revela que fuimos parte de un juego y que el film es mucho más lúdico de lo que imaginábamos. Y Peter Rabbit: conejo en fuga se desarma ante nuestros ojos como un producto lleno de caprichos, solo justificables en el espíritu mercantilista de una película que debe apostar por la aventura cada vez más gigante, enorme, hiperbólica, inverosímil. Es lo que el editor le pide a Bea y lo que Gluck le termina dando al espectador, sabiendo que el lenguaje del cine precisa de estas boutades. Pero lejos del cinismo y la canchereada, el film de Gluck gana porque compromete a los personajes en el juego y nunca mira con distancia o desprecio. Es un chiste interno que vuelve todo más honesto, y eso es algo más que necesario en el contexto de una industria audiovisual engordada de trascendencia.