Beatrix Potter ha sido otra de las tantas creadoras en el mundo que ha elegido algún animal para contar sus historias y hacer dinero. Fueron libros, historietas, dibujos animados y ahora película. Peter Rabbit, creado en 1902, no es otra cosa que una versión zoológica de los arquetipos humanos y de la idiosincrasia británica, como el ratón Mickey lo puede ser de la sociedad conservadora norteamericana. Al igual que Paddington, en Inglaterra es un personaje archiconocido y forma parte de su cultura. ¿En qué nos compete a nosotros? No mucho, la verdad. Es como si en Londres se estrenase una de Patroruzú.
Si bien la trama toma parte de algunos de los libros originales escritos hace más de un siglo, la adaptación al cine es lo primero que falla. Arbitraria y efectista, despojada de la verdadera esencia totalmente ingenua, otrora la característica principal de este conejo, la producción se parece más a una propuesta de humor físico que a la pacífica idea de su autora. Trampas disparatadas al estilo de las pergeñadas por Macaulay Culkin contra Joe Pesci en “Mi pobre angelito” (Chris Columbus, 1991), corridas, explosiones, cercas electrificadas y un par de enredos es la forma elegida por Will Gluck, director y co-guionista junto a Rob Lieber, para aggiornar la cosa.
Así y todo, “Las travesuras de Peter Rabbit” se las arregla para conformar la curiosidad de un público menudo que no debería superar los 8 ó 9 años, dada la inocencia del tratamiento de los personajes. El conejo, sus tres hermanas y su primo viven al lado de la casa del señor McGregor (Sam Neill), hombre hosco que odia a los intrusos ávidos de comerse sus hortalizas. Todo lo contrario a la joven y naif vecina Bea (Rose Byrne), quién ama a los animales y confía en su total inocencia. En una de sus rabietas al viejo le da un infarto y sus pertenencias pasan por herencia a su sobrino Thomas (Domhnall Gleeson), un hombre obsesionado con ascender a gerente de Harrod’s, cosa que le es denegada, y cuyo plan con la propiedad es venderla para abrir una juguetería y hacerle la competencia.
No tendremos la sutil ironía del humor inglés pero algunos gags funcionan muy bien (el del ciervo con los autos por ejemplo), y el despliegue del juego del gato y el ratón que se propinan entre animales y humanos dentro de un mismo set suele emular a los viejos Looney Tunes. Otras situaciones calan apenas más profundo, como la culpa y la intolerancia que siente Peter Rabbit al ver que llegó demasiado lejos.
El costado tecnológico está bien logrado (pese a verse un par de costuras). La combinación entre actores y efectos de la digitalización de los animales (no hay ninguno real) funciona, y la música junto al montaje se suman a una propuesta vertiginosa correspondiente a esta época.
El futuro de la franquicia probablemente esté más presente en el viejo continente, y por una cuestión de identidad cultural. Por estos lares, más allá de resultar un entretenimiento pasajero, no da la sensación que Peter Rabbit haya llegado para quedarse.