Philomena

Crítica de Cecilia Martinez - Función Agotada

Ni bien salí del cine sentí que había visto una película bastante intrascendente, una historia que estaba bien pero que no iba a perdurar en mi memoria por mucho tiempo. Una película menor. Es algo que me viene pasando con varias películas de Stephen Frears. Lo que no sé es hasta dónde eso es personal o ahí hay una estrategia.

Con el correr de los días, si bien Philomena no me enloqueció, la sigo recordando con cierta ternura y afección. Y creo que parte de ese sentimiento tiene que ver con Steve Coogan, aun más que con el cine de Frears.

Coogan es inglés y, como buen inglés, actúa con el acento (ese llamado “inglés de la reina” que tan lindo suena). Hay algo en la dicción de los ingleses, en la excesiva aspiración de los plosivos, en el ritmo y en la cadencia, que nos resulta muy placentero al escucharlos hablar. Hay un tono amable, que no deja de decir ciertas cosas pero lo dice como quien lo menciona al pasar.

Steve Coogan tiene eso. Y actúa, también, con la boca. Cierto rictus, que deja entrever los dientes blancos y grandotes, la manera de mover los labios, la forma de reírse. Y, para acompañar todo eso, los ojos saltones y fisgones, siempre listos para darle el toque final a los tag lines con los que remata cada frase de manera tan maravillosa. Pero Coogan no es el único encargado de despachar amabilidad; es, en todo caso, quien aporta humor.

Basada en un hecho real, la película cuenta la historia de Philomena Lee (Judi Dench), quien tuvo su hijo a los 17 años en un convento de monjas en Irlanda. Pero también muestra a las adorables religiosas que lo vendieron (como solían hacer con todas las pupilas que quedaban embarazadas) a una familia estadounidense y cómo Philomena pasó años buscando a su hijo, hasta que un día conoció al periodista y ex asesor del gobierno británico Martin Sixmith (Coogan) y decidió sacar a la luz su historia.

Parece que las monjitas copadas (en ciertas congregaciones en Irlanda y otros países de Europa alrededor de los años ‘50) vendían niños a familias estadounidenses de clase alta por interesantes sumas de dinero y quemaban todos los registros para que después no fuese posible localizar a los niños. Alabado sea el Señor.

Así y todo, con amable sentido del humor inglés, la película cuestiona algo tan básico como las eternas contradicciones de la iglesia (“nos dan el deseo sexual pero después hay que reprimirlo”, dice Sixmith), una institución que, por un lado, pregona amor al prójimo, tolerancia y comprensión y, por otro, es capaz de apartar a una madre de su hijo, solo por ahorrarse el bochorno de tener a una feligresa pecadora que mantuvo sexo extramarital.

A pesar de los horrores incuestionables que se denuncian, lo más interesante del film (aparte de Coogan) radica justamente en el contrapunto amable (es decir, el retorno del tono Frears pero con el filtro Coogan) entre la postura de Philomena y la de Martin.

La protagonista, a pesar de haber sido víctima de tal atrocidad, no condena a la iglesia ni termina de enojarse del todo con las monjas execrables que ni siquiera son capaces de pedirle perdón cuando ella las desenmascara y descubre que le ocultaron la identidad de su hijo durante tantos años.

Martin es el opuesto absoluto: el ateo, el cínico, el que reflexiona sobre las innumerables contradicciones de la doctrina religiosa, el crítico, el que insta a Philomena a que se enfurezca, a que libere su ira y le demande explicaciones a una institución que le cagó la vida. Pero no. He aquí las grandes paradojas de la protagonista y de la fe en general: desestimando cualquier tipo de evidencia contundente, el fanático religioso elige seguir creyendo.

Quizás en esa oscilación radica el efecto retardado que convierte la intrascendencia inicial en la sensación de haber estado frente a algo mucho más interesante de lo que se preveía.

Al final del día, ambos mantendrán su postura porque, si bien la película es una suerte de road trip (y sabemos lo que eso significa con respecto a transformaciones de caracteres), no hay aleccionamiento final, ni mensajes moralizadores para uno ni otro lado. La película evade el maniqueísmo y presenta a los personajes con sus propias contradicciones, sus creencias, sus estilos, sin querer imponerle nada a nadie.

Gran acierto. A tal punto que uno termina, de alguna forma, simpatizando con Philomena (o, por lo menos, comprendiendo su accionar, teniendo en cuenta su historia y su pasado). Y Coogan está ahí como interludio humorístico a la vez que alivio para nosotros, los ateos, como esa voz que expone y denuncia, que satiriza las contradicciones y los horrores más burdos pero que también es capaz de empatizar y hasta encariñarse con una víctima de la fe y de la religión católica.

Tal vez se trate de una película menor y no quede en mi memoria por mucho tiempo (como si eso les importara a ustedes, lectores) como una historia entrañable, pero hay algo ahí que vale la pena descubrir, aunque eso jamás sirva para hacer tambalear convicciones. Tal como Philomena y Martin, a los espectadores nos ocurre lo mismo; no salimos transformados: el que no cree sigue sin creer y el que cree sigue creyendo y defendiendo lo indefendible.