El instante presente.
Sensibilidad sin sensiblería, medio tono sin medianía, emotividad en sordina, una cámara conectada con sus personajes: en Pinamar, Godfrid hace mucho más que seguir a dos hermanos.
El joven protagonista de La Tigra, Chaco (2008) volvía a esa lejana localidad en busca de su padre, y en el camino se enamoraba de una chica del lugar, a la que conocía de la infancia. Los jóvenes hermanos de Pinamar viajan por un día hasta ese balneario con dos tareas: esparcir las cenizas de su madre y firmar la venta del departamento familiar. Uno de ellos tendrá en ese tiempo apretado un approach con una vecina de allí, a la que no ve desde hace tiempo. La Tigra, Chaco y Pinamar se parecen, no sólo en su historia sino en el modo –próximo, no pegoteado– con que la cámara acompaña, en ocasiones revela a sus personajes. Pinamar, primera película en solitario de Federico Godfrid, codirector de La Tigra, Chaco, confirma y amplía todo lo bueno que aquélla mostraba: sensibilidad sin sensiblería, medio tono sin medianía, emotividad en sordina, una cámara conectada con sus personajes como con un indestructible cordón umbilical.
Los veinteañeros Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) están en uno de esos momentos-encrucijada, en los que el pasado sale al cruce del presente. La madre viene de morir (dato que se sabrá bastante más tarde; Godfrid esparce la información como ellos esparcirán las cenizas) y eso los lleva de vuelta a Pinamar, donde pasaron más de un verano, a reencontrarse con el departamento que van a vender, cancelando así parte de su niñez y adolescencia. En cuanto llegan se encuentran con la linda Laura (Violeta Palukas), hija del encargado del Dunas II, y su hermanito. De allí en más, Laura los acompañará en caminatas, cervezas y salidas nocturnas, incluyendo el juego de la botellita. ¿Se sigue jugando al juego de la botellita? Parece que sí.
El de Pablo y el dos años más joven Miguel es un típico par dramático: Miguel es hablador, vital, extrovertido; Pablo es callado, serio, introvertido. Ya en la primera escena, cuando vienen en auto, Pablo maneja y Miguel no puede estar callado: se pone a hacer unos ruiditos graciosos (e infantiles) con la boca. Miguel se quiere quedar en Pinamar unos días. Pablo quiere volverse ese mismo día, tiene que trabajar. Cuando conozcan a Laura, Miguel va a intentar levantársela notoriamente y Pablo no va a mover un dedo. Sin embargo, llama a la inmobiliaria para avisar que van a pasar por ahí recién al día siguiente. Como en La Tigra, Chaco, Godfrid filma lo que tiene delante. No construye, más allá de los datos básicos, historias previas ni fueras de campo. No se sabe qué hacen ni qué quieren hacer más adelante ninguno de los tres protagonistas, por ejemplo.
Tampoco se sabe demasiado sobre qué es lo que quieren en el momento, más allá de lo que sus gestos dejan traslucir. Porque eso sí lo filma Godfrid, con ayuda del director de fotografía Fernando Lockett: gestos, miradas, cuerpos, el instante presente. Es más: se podría decir que el instante presente es el verdadero protagonista de Pinamar. Además de director de cine, Godfrid lo es de teatro, y la frecuentación de ejercicios de improvisación se adivina en escenas como una en la que Miguel cerca a Laura, bailándole mientras toca el ukelele, en el living del departamento. O cuando Laura provoca al demasiado pasivo Pablo diciéndole “Cheto, turista” y sale corriendo por las dunas, a la noche, con ganas de ser atrapada. O en esa idea preciosa de que Laura “saca fotos con los ojos”, que consiste en un pestañeo delicioso.
¿Y qué decir de ese último plano general, donde la cámara parece despedir a unos personajes yendo hacia el futuro? Un plano tan infrecuente en el cine argentino, que mira corto. ¿Y el plano sostenido del mar? Respecto a Violeta Palukas, que brilla de una punta a otra de la película, hay un antecedente, el de Guadalupe Docampo, con quien sucedía lo mismo en La Tigra, Chaco. Hete aquí, por lo visto, un realizador que sabe cómo hacer brillar a sus jóvenes actrices. Chicas, tomar nota.