Federico Godfrid construye en Pinamar una película sobre los vínculos familiares y los sentimientos.
Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) viajan a Pinamar a vender el departamento familiar y a arrojar al mar las cenizas de su madre en esa ciudad que visitaron de vacaciones cada verano desde niños. Uno es retraído y tiene una tristeza que domina su rostro, el otro es extrovertido, al filo de parecer ese tipo denso que no para de hacer bromas continuamente. Pero sobre todo y profundamente son hermanos. Ese día en que van a firmar la venta, se convierte por complicaciones primero y por deseos que se atienden después, en un fin de semana que compartirán con Laura (Violeta Palukas), la hija del encargado del edificio a quien conocen desde chicos.
Federico Godfrid a partir de un guion que funciona por acumulación de pequeñas situaciones que estos jóvenes atraviesan esos días (charlas, salidas, etc.) construye una película de silencios, de diálogos que suenan naturales, de pequeños y poderosos detalles (la ropa colgada en el baño, la campera de la madre que Pablo usa desde el comienzo, la escapada en la noche que termina en el muelle observando a una mujer pescadora) que no necesitan de gestos extemporáneos ni gritos y que conmueve sin golpes bajos. Melancolía, duelos, esperanzas, tomas de decisiones.
Son de destacar la excelente fotografía de Fernando Lockett que se luce especialmente en una escena clave durante una carrera por el bosque y las actuaciones del joven trío protagónico para llevar a buen puerto una película que no le teme a los sentimientos sino que se expresa a través de ellos y, fundamentalmente, cree en lo que cuenta.