La saga de Piratas del Caribe sufre, casi más que ninguna otra, un terrible efecto fotocopia: ya la segunda presentaba desmejoras, la tercera no presentaba color alguno, y esta cuarta parte apenas si puede verse.
Con un cambio de capitán notorio (abandona la nave Gore Verbinski, toma el comando Rob Marshall), lo último -único- que Piratas... ofrecía, es decir, surrealismo mainstream, personajes coloridos y cataratas de efectos especiales, parece haberse desvanecido en el aire: probablemente nadie extrañará a Keira Knightley y Orlando Bloom, pero sí criaturas marinas extrañas como el Capitán Davy Jones, o esa suerte de Kraken que devoraba a Sparrow en anteriores aventuras, que parecen ya demasiado lejanas.
Lo que queda por contar es una historia que para colmo parece repetida de la segunda entrega: la búsqueda de un elemento poderoso que devuelve la juventud a quien lo posea y pronuncie las palabras correctas.
En la nueva carrera vuelven, claro está, Jack Sparrow (Depp, más medido, o quizás cansado, que en las anteriores partes), Barbossa (una vez más, opacado por Johnny), el segundón Gibbs (Kevin McNally) y Keith Richards (unos pocos segundos), apenas un souvenir de anteriores batallas. Entre las nuevas caras piratas se encuentran Penélope Cruz, cuyo terrible inglés parece más una forzada negación para con el idioma, que sin duda repercute en lo limitado de su interpretación, e Ian McShane, por lejos lo mejor de la película.
Rob Marshall, el otrora director de Chicago y Memorias de una Geisha, continúa así su curriculum de películas sumamente olvidables y prescindibles, sólo que en este caso lejos, lejísimo, de un premio de la Academia.
Lo demás es lo de siempre: barcos, naufragios, espadas y suciedad a lo Hollywood: gente que no se baña, pero sí tiene tiempo para maquillarse. Ah, y sirenas, que constituyen la mejor escena del film en una batalla insólita, que tristemente termina antes de lo deseado. Queda una incógnita que probablemente nunca encontrará respuesta: ¿cuáles serán las aguas misteriosas del título?