Navegando con Moderación (o elogio a un director maltratado)
Admito que ni bien terminé de ver La Maldición del Perla Negra, la odié. No puedo concebir una película de piratas con tanta fantasía infantil, efectos especiales y estética videoclipera. Además que podía preveer cada giro de la trama, cada diálogo. La acumulación de clisés, lugares comunes y estereotipos era espantosa. También me pareció un poco sobrevalorada la interpretación de Johnny Depp. No es que reniega de sus dotes clownescos y de mímica para componer a Jack Sparrow, simplemente que me sofocaron, y los elogios fueron exagerados. Especialmente si se lo comparaba con Buster Keaton.
Ni me molesté en ver la segunda y la tercera. A excepción de Rango, no he visto otra película de Gore Verbinsky que me haya convencido. Creo que es un maniquierista, influenciado demasiado por una estética publicitaria, punchi, que recién pudo expresarse cinematográficamente con la animación pura y concreta. Irónicamente, así, con ese canto al western tanto Fordiano como de Leone concibió una obra redonda, inteligente, cinéfila y “moderada”.
Esa es la palabra del día: “moderación”. A veces es necesario apaciguar las aguas turbulentas del imaginario, dejar atrás la tentación de plasmar innumerables planos generados digitalmente que de tan sucesivos que son terminan por agobiando, exacerbando. Al punto que no se entiende bien lo que se está viendo, como sucede con el cine de Michael Bay.
Por eso es que defiendo la elección de Rob Marshall como el nuevo capitán de Piratas del Caribe: Navegando Aguas Misteriosas.
Sería fácil decir, que Marshall solo fue un brazo ejecutor, que hizo su película menos personal, más industrial, al servicio del Rey de Midas, Jerry Bruckheimer.
Pero no.
Marshall hizo algo mucho más interesante, aportó su falta de imaginación, y por una vez en la historia del cine, menos es mejor.
No sé si fue intencional o no, pero Marshall decidió resolver las cosas de la forma más sencilla posible. Llevar un guión netamente malo, lleno de lugares comunes, clisés, estereotipos y diversas previsibilidades narrativas a puerto seguro.
Esta vez no hay tanta fantasías (y no me refiero a nivel argumental) no hay tanto efecto computarizado. Acá uno puede palpar lo artesanal. Las peleas son cuerpo a cuerpo, los decorados son más cartón que tela verde, el maquillaje es más real que digital. O sea, puede parecer berreta, barato, clase B, pero es más auténtico. No hay personajes íntegramente creados por CGI. No hay monstruos marinos. Y hasta las sirenas tienen algo orgánico, palpable, real.
Después, por supuesto, está la innegable inverosimilitud y estupidez de una historia demasiado remanida. La última media hora prácticamente es un calco del final de Indiana Jones y la Última Cruzada.
A excepción de Ian McShane que interpreta al único personaje creíble, real, sin sobreactuar ni agregar tics, es muy difícil encontrar otras actuaciones notables. El Jack Sparrow de Johnny Depp me atrae cada vez menos. Es demasiado “personaje”, parece una caricatura, Penélope Cruz es inentendible tanto cuando habla en un español forzado, como en un inglés españolizado y ridículo. La pobre está lejos de los excelentes trabajos de su país natal. Y después está Geoffrey Rush. A pesar de que me parece un gran actor, sigue repitiendo un patrón interpretativo hace mucho tiempo. Eso incluye al personaje de El Discurso del Rey. El resto de las actuaciones suma muy poco. Quizás los escasos pero valiosos minutos de Richard Griffith sean dignos de destacar.
Marshall nunca logra dar en la clave como narrador, pero sabe impresionar. Supo engañar a muchos críticos y cinéfilos con los maravillosos números de Chicago (lo único destacado a mi parecer), dio un festín de colores con Memorias de una Geisha (película insulsa, pero que estéticamente era bellísima) y quiso contagiar a todo el mundo al ritmo de canciones seudo italianas, glamour superficial y un gran elenco desaprovechado con Nine. Esta vez solo tenía que hacer los deberes.
Y los hizo bien. Porque a pesar de que no está bien narrada, de que hay subtramas secundarias como el romance entre un clérigo y una sirena, el rol de la corona española, y otras arbitrariedades del guión que no supo manejar, no funcionan ni convence, sí dio en la clave en lo que es montaje, timing de aventura y sobretodo despliegue coreográfico.
La película entretiene y gusta porque Marshall aprovechó la archiconocida banda de sonido de Hans Zimmer para crear escenas de ballet y danza.
Porque Marshall es un gran coreógrafo. Así se hizo famoso, y si uno analiza la forma en que se desplaza Sparrow por las calles de Londres, la danza de las sirenas asesinas, los desplazamientos de Penélope Cruz, entonces entenderá que está viendo Piratas del Caribe, el musical.
Entonces, si el autor es desplazado del trono, el coreógrafo entra en su lugar, y los momentos más disfrutables del film son estos que nombré: aquellos donde Marshall se siente cómodo, se divierte y puede ser meticuloso.
En el pasado lo he insultado, pero tengo que admitir que si esta cuarta (y esperemos, última entrega) de Piratas del Caribe se me hizo soportable, digna, meramente visible fue porque detrás de cámara aparece un hombre sin pretensiones, “moderado” que se jugó por lo simple, sencillo y apersonal, optó por entretener más que por impresionar, que pudo meter bocados de su experiencia teatral para aportar cierta belleza y lirismo en medio del caos. Ese hombre se llama Rob Marshall y esta vez (hasta que meta la pata con otro musical) se ha ganado mi respeto.
(Nota: también se hace más soportable porque no aparecen los aburridos personajes de Orlando Bloom y Keira Knightley, pero esa fue decisión de Bruckheimer)