Cuestión de propósitos
Desde que se anunció la cuarta parte de Piratas del Caribe, la pregunta básica que surgió fue: ¿para qué? Con la trilogía inicial, la saga daba la impresión de haber brindado lo justo y necesario, e incluso de haber agotado los recursos. Los interrogantes se abrieron aún más con el anuncio de la contratación para la dirección de Rob Marshall, quien no sólo no tenía antecedentes en el cine de acción y aventuras, sino que además posee una filmografía con bodrios como Chicago y Memorias de una geisha.
En Piratas del Caribe: navegando aguas misteriosas, se nos presenta nuevamente al Capitán Jack Sparrow, buscando la Fuente de la Juventud. En el medio, se encuentra con un antiguo amor del pasado, una pirata llamada Angélica, interpretada por Penélope Cruz, que es la supuesta hija del temible Barbanegra (Ian McShane). La historia es totalmente independiente de las primeras tres partes, y comienzan a notarse ciertas decisiones que buscan denotar una autonomía propia. Por un lado, el personaje de Sparrow pasa a tener mucha más centralidad, asumiendo que Johnny Depp y su creación es lo que sostiene todo el ensamblaje. Por otro, en muchos pasajes del relato el tono es bastante más ceremonioso.
Estas disposiciones tienen unas cuantas consecuencias. En principio, tanto peso sobre Sparrow (y por ende, Depp) termina desgastando al personaje, porque el contexto no lo cuida lo suficiente y queda demasiado expuesto. Además, la atmósfera más pomposa lentifica la acción, estirando las acciones e incluso aburriendo (más si se tiene en cuenta que el metraje supera cómodamente las dos horas).
Pero donde más se nota el declive es en el diseño de los personajes. A los películas previas (en especial la segunda, El cofre de la muerte) se les podía reprochar cuestiones vinculadas a la acumulación de subtramas, el barroquismo estético o la falta de coherencia en la sucesión de secuencias, pero no en la configuración de los protagonistas, ya que tenían en general un espesor irreprochable. En este filme se notan varios casos donde los personajes son marionetas: el de Angélica nunca alcanza atractivo y gracia propios (y hay que sumarle que Penélope, a diferencia de Javier Bardem o Luis Tosar, no es una actriz que se lleve bien con el inglés, con lo que baja notoriamente su desempeño); el de Barbanegra no tiene el peso específico requerido para un villano y desperdicia el enorme talento de McShane; y hasta tenemos a un clérigo que no sólo no se sabe para qué está, sino que, con toda su labia seudo religiosa trascendental, es directamente insoportable. Agreguemos a esto que Marshall evidentemente no tiene la imaginería visual o el atrevimiento del realizador anterior, Gore Verbinski, un cineasta que este año con Rango se consolidó como un verdadero autor, con un mundo propio y reconocible.
Aún así, casi por decantación, por empuje, con la camiseta y la chapa que otorga el ser una saga consolidada en el imaginario del espectador, Navegando en aguas misteriosas tiene algo de encanto. Depp en cierto modo se comporta como esos futbolistas habilidosos que con jugar diez minutos le alcanza para imponerse, y sí, hay que aceptarlo, le alcanza y se impone; cuando aparece, Geoffrey Rush cumple y dignifica; hay un par de escenas de acción que están por encima de la media y evidencian un trabajo de producción donde Hollywood siempre se ha mostrado superior; y unos cuantos buenos chistes.
Pero la sensación de rutina y de cosa ya vista queda muy patente, volviendo a traer a colación la recurrencia del cine estadounidense hacia la eterna sucesión de secuelas, donde determinados conceptos que al principio surgen como originales y atractivos son exprimidos al máximo, hasta volverlos repetitivos e incluso cansadores. Y, otra vez, aunque el público sigue asistiendo en masa a los cines (lo que explicaría la repetición a nivel financiero), nos quedamos con el mismo interrogante, pero a nivel artístico: ¿para qué?