No sabe con seguridad qué cosa es el debut de Jazmín Stuart, en parte porque la propia película nos distrae cada vez que cambia el propio rumbo. Road movie, drama familiar, comedia de enredos; Pistas para volver a casa pasa por todas esas paradas sin quedarse demasiado tiempo en ninguna, con el apuro del viajero al que le urge ponerse de nuevo en movimiento. De todas formas, esas notas genéricas un poco desordenadas que pulsa la directora no son lo más interesante de la película. Lo que más llama la atención es la manera que tiene Stuart de posar la mirada en lugares que nada le deben a los géneros; cómo su ojo muchas veces se cuela por el entramado de convenciones y alcanza a ver algo nuevo, algo inesperado.
Esa mirada, más bien calma, serena, se encuentra sobre todo al principio de la historia, antes de que la película emprenda el viaje. La rutina de Dina y Pascual se presenta con unos pocos planos, sin diálogos, y la información de los personajes (de qué trabajan, qué rasgos los definen, cómo es su situación amorosa) cede ante algo que habrá de marcarlos durante todo el relato: el cansancio. No recuerdo otra película argentina reciente que fuera capaz de fijarse con tanto detalle e interés en los estragos del cansancio, que acá van a imprimirse en las ojeras, en el cuerpo doblado por el agotamiento o en el mate y el cigarrillo con los que se trata de combatir sus efectos. La película regala uno de sus momentos más bellos al comienzo, cuando se muestra a Dina volviendo de su trabajo en el lavadero, sacándose la ropa con dificultad, sentada, mientras mira cómo se empieza el día de los otros cuando el de ella está justo por terminarse.
Las expectativas que genera ese comienzo se desvanecen un poco en la escena del auto, cuando se trata de presentar rápidamente a los hermanos con diálogos veloces y cargados de datos. El guion, en su afán por comunicar mucho en poco tiempo, no parece ser capaz de igualar la sutileza de las imágenes, y las escenas que siguen habrán de confirmar la sospecha inicial: la directora demuestra un talento inusual a la hora de filmar, pero no tiene un oído igualmente agudo para los diálogos. La dirección de actores no termina de emparejar a Érica Rivas y a Juan Minujín: ella exagera un poco y le imprime a Dina algo de esa locura tenue que ya es su marca registrada, y él opta por un registro bastante más naturalista con el que puede volver creíbles algunas líneas difíciles.
Una vez que la road movie echa a andar, la historia casi no se toma pausas hasta el final. La película parece abordar los géneros como si se tratara de una obligación: ahí está el escape final del casino, donde los chistes dependen de una sobreactuación de los protagonistas que rompe con todo lo que habían hecho antes. En el estacionamiento, mientras observan que nadie los siga, Dina y Pascual tienen que correr, tropezarse, ella tiene que asustarse y gritar, él tiene que putearla: no importa qué tan forzada se sienta la situación, el género manda y el tono farsesco se impone. Algo parecido ocurre en una escena anterior en la que se produce un esperado reencuentro: los planos se anclan sobre los rostros y parecen trabajar solo para realzar un largo diálogo, como si el desenlace del drama familiar obligara a la película a adoptar esa postura estática. Sin embargo, la directora sabe distribuir aquí y allá algunos momentos memorables que parecen funcionar como un eco lejano del comienzo. Uno de esos momentos ocurre durante el corte de energía en el hospital, cuando la escena, agitada y un poco ruidosa, es ganada por la extrañeza de la situación: un hospital completamente a oscuras es recorrido velozmente por sombras que despiden haces de luz en todas direcciones; en ese contexto, el relato dicta que los protagonistas comiencen a superar sus propios complejos, y un montaje paralelo muestra a Dina y a Pascual lidiando como pueden con la crisis, luchando menos contra el apagón que contra sus propias inseguridades.