"Pistolero": un western mendocino
Ambientada durante el Onganiato, la opera prima de Galvano tiene un protagonista a quien comparan con Robin Hood, aunque él mismo reconoce que está bastante lejos del “robarles a los ricos para darles a los pobres”.
La apuesta del guionista y productor Nicolás Galvagno en su debut como realizador es transparente desde el minuto uno: las referencias al imaginario del western (luego se sumarán aquellas ligadas al cine de gangsters) comienzan a repiquetear en la memoria del espectador antes incluso de que la trama comience a desarrollarse. De hecho, las primeras escenas de Pistolero no terminan de anclar temporalmente la historia y, de no ser por un tanque de agua en un plano fugaz, el encuentro del niño y el forajido podría ocurrir en algún momento de la segunda mitad del siglo XIX. Algunos minutos más tarde, la radio dejará escuchar un discurso del presidente de facto Juan Carlos Onganía y la fábula de Isidoro Mendoza (Lautaro Delgado), su hermano Claudio (Sergio Martínez) y el resto de la banda de asaltantes quedará inscripta en un tiempo concreto. El espacio, mientras tanto, resulta claro desde la secuencia de títulos: el film fue rodado en locaciones del departamento mendocino de Lavalle, utilizadas por la cámara como espacios de una construcción mítica.
A Isidoro lo comparan con Robin Hood, aunque sus acciones reales, como él mismo se encarga de confirmar, están bastante lejos del “robarles a los ricos para darles a los pobres”. Si la pugna entre la pandilla y el inspector de policía encarnado por Juan Palomino remite a las leyendas del Lejano Oeste –aunque la cualidad escurridiza de los cacos impida el mano a mano del duelo–, la estructura general de la película no escapa de las fórmulas establecidas por aquel viejo género cinematográfico dedicado al ascenso y la caída de los malandras más carismáticos, del Caracortada seminal a la banda de Bonnie y Clyde. El Isidoro de Delgado es un antihéroe sufrido, un tipo que comenzó a robar de grande luego de una crisis matrimonial y nunca más pudo dejar de hacerlo. Alguien a quien el pasado y la sangre derramada le pesan. Y mucho: la imagen fantasmagórica de un muerto reciente –un peón, según su propia definición– se le aparece cada vez más seguido.
El encuentro con una joven docente recién llegada de Buenos Aires (María Abadi, prolijamente vestida y peinada “como en los 60”) permite un breve interludio romántico que, como en tantas películas del Oeste, ofrece un la posibilidad de una conversión hacia una vida sedentaria, menos sangrienta, más “normal”. Pistolero descree de la necesidad de ahondar en los personajes y se entrega a la reiteración de formas y códigos narrativos inmediatamente reconocibles como principal enlace con el público. En ese derrotero, se desliza en más de una oportunidad hacia la simple repetición de clichés (algunos diálogos resultan particularmente sentenciosos y falsos: “Las acciones no marcan necesariamente tu destino, porque son constantes y el poder está en nosotros, no en el pasado”). Cuando confía en el poder de las imágenes, por el contrario, el film de Galvagno suma un puñado de porotos y logra crear una silueta imaginaria para un género inexistente: el western argentino.