El bolero del vampiro
Campusano vuelve a la carga, esta vez probando un ángulo diferente, con una audacia y una inspiración que parecen pertenecerle solo a sí mismo. Cambiando esas zonas de casas bajas del conurbano bonaerense tan reconocibles en su cine, donde la ciudad parece cederle el paso al campo (porque el progreso no llegó todavía o porque se vuelve lastimosamente de él), por los edificios de departamentos de Puerto Madero, el director ensaya una forma de melodrama esquivo, que amaga con pasar a formar parte de la crónica policial sin caer nunca en la tentación de hacerlo. Desde la primera escena, imbuida de una impensada elegancia y una fluidez que se podría calificar de musical, el director se zambulle en aguas desconocidas, acaso con la convicción de que la narración es una excusa siempre pertinente para observar lo que nos rodea con nuevos ojos y con la vocación por pensar el mundo como un archipiélago de experiencias conectadas entre sí. Una mujer de unos cuarenta años, profesional no del todo convencida, casada e insatisfecha, conoce una noche a un misterioso empresario de origen dudoso del que queda inmediatamente prendada. La mujer tiene por únicas confidentes a sus dos amigas, un par de simpáticas solteras de su misma edad de ocupación incierta, que andan en forma permanente en busca de fiestas por la zona, quizá con la intención de darles a sus vidas el relumbre de una emoción extra. El mundo que expone el director es acotado; las mujeres, la hija adolescente, desatendida y colérica, el marido simple y desconcertado, habitan un universo circular donde no alcanza a pasar una ráfaga que indique una calidad de vida cómoda o realizada, aunque fuera parcialmente. La protagonista se entrega al extraño en cuerpo y alma, como el personaje de un bolero; los primeros planos de los recauchutajes que se hace periódicamente en la cara –de los que el director obtiene, por acumulación, un efecto devastador – sugieren el martirologio al que alude el título, en el que la obtención de una recompensa en apariencia insensata tiene su contrapartida en la pérdida creciente de autonomía sobre el propio cuerpo. Pero además, los rasgos un poco draculíneos del empresario podrían aludir a un probable carácter vampírico, moldeado como una fantasía del hombre sin ley ni ataduras, una especie de demonio decidido a disponer de la voluntad del prójimo para satisfacer sus apetitos. Lejos de presentar una invectiva contra los personajes, sin embargo, en la que se exponen los vicios presuntos de las clases altas practicados en el ejercicio impune de sus privilegios, Campusano consigue una empatía genuina con sus criaturas al tiempo que reflexiona de modo ejemplar acerca de la naturaleza volátil de los vínculos en una comunidad irremediablemente sesgada, que no acierta a imaginarse como tal (quizá el tema esencial del universo del director y la moral presente en sus películas). Placer y martirio está concebida como una historia de mujeres solas, tal vez las únicas capaces de contenerse entre sí; los hombres de la película, cuando no pertenecen un poco a la especie de los depredadores, como los tipos entrados en años que siempre quieren convencer a las inquietas amigas de ir a una fiesta, tienen la capacidad de rehacerse enseguida, como el marido que abandona la casa cuando descubre la infidelidad de la protagonista y a los pocos días se pasea por el barrio con una chica que tiene la mitad de la edad que su ex mujer. Con Placer y martirio Campusano ha conseguido una de sus películas más personales y estimulantes, recuperando un impulso inesperado en el poder de la anécdota y con la habilidad intacta para exponer pequeños relatos que funcionan como indagación social y pregunta tácita acerca del estatuto real de lo representado.