El no tan discreto desencanto de la burguesía
Película incómoda y rupturista dentro de la filmografía del creador de Vikingo, Fango y Vil romance, Placer y martirio, con su profundo quiebre temático (abandona a los marginales del conurbano bonaerense para adentrarse en las miserias, perversiones y excesos de la clase alta porteña), fue duramente atacada por amplios sectores de la crítica tras su estreno en el último BAFICI, donde de todas formas Campusano ganó el premio a Mejor Director de la Competencia Argentina. Aquí una apasionada defensa de esta experiencia -en más de un sentido- extrema.
Una pregunta sobrevoló el hall del Village Recoleta durante gran parte de la tarde/noche del martes 21 de abril pasado, poco después de su estreno en el BAFICI: ¿Qué quiso hacer Campusano en Placer y martirio? La cuestión es a todas luces impertinente: el cine no es una cuestión de intenciones, sino de resultados concretos con forma de imágenes y sonidos plasmados sobre la pantalla. Así, entonces, importa menos qué quiso hacer sino qué hizo.
No es ninguna novedad señalar que Campusano se erigió como una figura disruptiva en medio de un cine argentino apolíneo, lacónico, siempre adepto a la pulcritud de la forma y a los pesares de la clase media, media/alta o alta. Vil romance quebró la tendencia centrándose en personajes fronterizos a los que comprendía y entendía, y adaptando la forma al mundo retratado. El resultado fue un cine desprolijo, urgente, rústico y sucio pero de una fortaleza, vigorosidad y realismo impactantes.
La tendencia cambió en El Perro Molina. Los personajes eran similares, pero la elevación de la media técnica (allí estaban los planos con grúas como síntoma) generaba un ruido producto de una discordancia entre el qué y el cómo. Placer y martirio es el segundo eslabón en la nueva búsqueda de Campusano, quien vuelve a recurrir a la prolijidad pero ahora aplicándola a un mundo que la corresponde como el dela clase alta porteña, con toda su propensión a la cáscara, lo gélido y lo despersonalizado.
La primera aproximación del director de Vikingo a lo desconocido es de índole social, pero hay otra aún más radical como la genérica, ya que por primera vez en toda su filmografía el peso narrativo recae sobre las mujeres (aunque el control y la cordura seguirán estando en manos de ellos). La protagonista es Delfina, una MILF con plata, familia y auto, pero amante de la fiesta (en el sentido más sexual del término), insatisfecha y bastante aburrida. Ella conoce a Kamil, un empresario cuyos negocios permanecen en un acertado fuera de campo (aquí, se dijo, importa el exitismo de lo que se ve) y cuyo machismo, egolatría y soberbia dignas de un Christian Grey tercermundista (Fernanda Múgica, colega de La Nación, dixit) configuran el puntapié para la atracción y la consecuente obsesión de la señora.
Que Kamil se ufane de su educación en “Medio Oriente” y corrección naturaliza uno de los factores hasta ahora más disonantes del universo Campusano como la verba recargada, con toda la predilección a los oralmente perimidos verbos compuestos como símbolo máximo. En Placer y martirio, entonces, es consecuente a un universo en el que se confunde educación con barroquismo, prosa con caballerosidad. Lo mismo ocurre con las actuaciones. Muchos dirán que está “mal actuada”, pero la incomodidad e inconsistencia del elenco se corresponde a una idea troncal de hombres y mujeres que son en tanto actúan para el entorno, con toda la incomodidad ante las presiones sociales de pertenencia y el temor al qué dirán.
Kamil somete a Delfina a los mil y un avatares, relegándola siempre a un lejano segundo lugar sin que ella quiera reconocerlo. Campusano jamás juzga a su criatura, sino que, por el contrario, muestra un manto de piedad. ¿Cómo lo hace? Acompañándola, mostrando su soledad y ensimismamiento sin burlarse de ella. La mirada ajena del director se traduce en la de sus seres queridos, generando una fricción que dispara, por si fuera poco, grandes momentos de comedia. Campusano, renovado y renovador, lo hizo de nuevo.