Sátira sobre aliens yanquis
Quizá sin proponérselo, este film de animación digital creado en España imprime a las reglas del cartoon una mirada extraña.
Planet 51 es una empresa curiosa, cuya mayor virtud parece más producto del azar que de la necesidad. Antes de llegar a ella -y justificar nuestro puntaje- es necesario saber de qué se trata. En principio, es un film de dibujos animados generados por computadoras. En realidad, salvo la sensación realista que provee la manipulación matemática de volúmenes y perspectivas (y excluyendo la poética Pixar) estas películas no distan mucho del cartoon clásico. Sólo en cuanto a duración (el verdadero cartoon no dura más de seis minutos) y la frecuente imposibilidad de darle consistencia al mundo y mantener el humor, esto se nota más. Siguiendo esta línea, el cartoon clásico americano (cuyo santo patrón es Bugs Bunny y su máximo creador, Chuck Jones) siempre ha sido una versión satírica y exagerada de las taras de nuestro mundo y el comentario mordaz respecto de cómo el cine lo retrataba.
El presente film sigue a pies juntillas esta premisa aunque -se sospecha- por imitación. Escrito por un estadounidense y “hablado” por personal anglosajón, Planet 51 es una película española -aunque haya dinero británico y distribuidora norteamericana- que no se diferencia en nada (absolutamente en nada) de un film estadounidense. Salvo que su perspectiva es extraña. La historia es la de un planeta igual a una pequeña ciudad de Estados Unidos donde todo parece anclado en la década de los 50, salvo que hay algunos elementos raros (los alien de Alien ocupan el lugar de los perros -y orinan ácido-, los coches son antigravedad). Excepto estos detalles cosméticos, estamos en los Estados Unidos de la era Eisenhower, con sus películas de monstruos y todo. A este mundo llega, perdido, un astronauta de la Tierra (y de los Estados Unidos) que es perseguido, como invasor, por militares idiotas. Un adolescente lo ayuda a escapar: el chiste, pues, radica en la inversión de colocar a un norteamericano como invasor y alienígena. Algo que se disuelve bastante en el hecho de que el mundo “extraño”, se dijo, no tiene diferencias con los Estados Unidos. Y plantea cómo la mirada de los Estados Unidos respecto del resto del mundo (un mundo tan globalizado que las costumbres se parecen en todas partes, de allí que no resulte tan ajeno el Planet 51 ni a los españoles que lo diseñaron ni a los argentinos que lo vemos) se basa en la imposibilidad de aceptar posibilidades de vida -de modos de vida- diferentes del propio. Y eso es porque las propias reglas de este mundo dejan lugar para la sátira, para el chiste sobre la cultura popular y para el estereotipo. Por la manera de plantear las relaciones entre los personajes, por la saturación a veces anacrónica de elementos “americanos” en ese mundo (un joven cuasi hippie en un mundo pre sesentas, por ejemplo) y en la necesidad de apuntar a reír de los lugares comunes de un género (la ciencia ficción americana en sus lugares comunes más triviales), los realizadores adoptan una especie de distancia más “europea” que americana. Como si de Buenos Aires sólo vieran el Obelisco y gente bailando el tango en cada bar, para entendernos. Y eso genera no sólo la efectividad del humor y la aventura, sino también el hecho de que esos personajes se parezcan a nosotros: espectadores lejanos de un planeta dominante que apenas sí considera que existimos. Dijimos: una virtud grande, al fin, aunque sólo por accidente.