Plaza París intenta funcionar en dos planos. Mientras se mueve dentro de los límites del drama social, puede servir para empezar a salir del estupor por la asunción de Jair Bolsonaro y asomarse a entender la compleja situación que viene atravesando el Brasil post Lula. En cuanto el tono vira hacia el suspenso, la película desbarranca y pierde consistencia.
La veterana directora Lúcia Murat contrapone en un consultorio psicoanalítico a dos mujeres opuestas: la analista blanca, pequeñoburguesa, que responde a los cánones de belleza establecidos, frente a la paciente negra, proletaria, gorda. Una recurre a la otra para aliviar la carga de una historia familiar de abandono, alcoholismo, abuso sexual y violencia: quizá demasiado para las escasas herramientas con las que cuenta la joven terapeuta.
Estos dos ejemplares antitéticos le permiten a Murat mostrar algunos de los universos que coexisten en la Río de Janeiro actual, con la brutalidad policial, la violencia de los narcotraficantes, la presencia cotidiana de los pastores evangelistas y la paranoia constante como actores principales de una ciudad prácticamente militarizada. Es decir, un caldo de cultivo ideal para el surgimiento de líderes mesiánicos que en sus discursos borren “progreso” del lema de la bandera brasileña y prometan, ante todo, orden y seguridad.
Aunque por momentos el trazo es demasiado grueso, esa pintura social está lograda. Pero Plaza París hace agua en la construcción de los personajes. Sobre todo en el de la psicoanalista universitaria, con detalles de su historia personal como su relación de pareja (interpretada por Marco Antonio Caponi) o su obsesión con su madre muerta que no le aportan nada a la historia y, en cambio, la debilitan.
Entonces, el vínculo entre las dos tampoco termina de ser dramáticamente sólido. Por eso, cuando la historia se convierte en un thriller se desdibuja, no consigue ser creíble y termina naufragando.