Hay un Brasil del período Lula (2003/2011) donde la configuración de clases sociales que el cine abordó como eje de análisis se vio plasmada en el icónico filme Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002). Este filme que hizo de inflexión sobre la mirada sociológica desde lo cinematográfico en el gran país de Sudamérica, pisaba los albores de otra etapa socioeconómica y cultural, antes de Lula, después de Lula y todo el movimiento narrativo que el cine cristalizó en esa etapa.
Gran parte del cine de esa época se ubicó en una mirada homogeneizante. Eso quedaba expuesto en un tipo de narraciones que focalizaban el mundo de la marginalidad, la ilegalidad y las tragedias exclusivamente en las favelas, en los márgenes sociales extremos, en ese estrato social como el “gen del mal”, generando un reflejo recortado de un Brasil más integral que se terminaría de intuir fuera de campo. Fuera del cuadro, velada, lejana y casi intocable se mantenía la clase social más compleja, contradictoria y fundante de todo status quo: la clase media, aquella siniestra burguesía y sus matices más oscuros.
Durante el período “Lula” y con cierta resistencia finalmente apareció un cine que abría la mirada y ponía en cuestión ambas clases sociales escudriñanado en la historia compleja que unía a estos tejidos sociales en un mismo cuadro sociológico. Entre aquellos filmes estaban y están los de Lucía Murat.
Lucia Murat, es una realizadora que lleva su marca autoral claramente expuesta en los temas de corte sociopolíticos que ha trabajado a lo largo de su carrera y que también pertenecen al universo de su historia personal y del íntimo compromiso con la lucha social y política.
Pero en su cine no hoy banderas partidarias o características planfletarias, por el contrario, aún cuando algunos la señalen (a partir de este filme) como una “narradora de trazo grueso”. Esta es una mirada con la disiento completamente ya que Plaza París propone unir en la misma trama muchas perspectivas patológicas y destructivas de ambos grupos sociales casi con el mismo peso dramático, al punto tal que las dos mujeres que encarnan los roles protagónicos quedan tan demonizadas como rescatadas a la vez, ambas como sujetos que eligen un camino a la vez que meros sujetos funcionales del sistema, presas de una maquina maquiavélica.
Gloria es una mujer que habita las favelas, una mujer dura y silente, cargada de una historia de violencia. Es la figura de quien ha sido victima y puede convertirse en victimaria ya que así funciona la dialéctica del esquema cuando no encuentra su solución. En busca de algo que descubriremos en el proceso del filme, Gloria conoce a Camila una joven de clase media, psicóloga recién recibida que atiende en la Universidad. Allí se inicia la relación paciente – profesional, vínculo que terminará saliéndose del encuadre del tratamiento canónico y generando un vínculo relacionado a de lucha de clases y de abuso de poder entre ambas mujeres.
La historia de Gloria, abusada por su padre y con un hermano preso, por razones que iremos descubriendo en la trama, la exhiben ante nuestra mirada como una víctima del abuso intrafamiliar, a partir de ese recuerdo perturbador que busca a gritos una salida y no encuentra eco en su presente ni manera de resignificar tanta tragedia. Pero a Gloria no se la ve débil, ni es banal la mirada sobre su angustia o mejor dicho “su ira”, hay en ella una sustancia hecha de pura sangre, resentimiento y deseos de liberación que no sabemos a donde puede conducirla.
Camila en cambio, es volátil, su juvenil estado de vida la hace más frágil que a su paciente. Aún cuando aparecen datos de su historia personal bastante complejos, particularmente en relación a su madre muerta, Camila es permeable a lo que la rodea, vulnerable, y si afirmo lo que el filme me parece proponer claramente, Camila no tiene sustancia, es un síntoma de la clase social a la que pertenece, como la imagen de una joven bella y burguesa que solo sabe algo de la vida entre los libros de la universidad, pero que no tiene ni la encarnadura y ni la fuerza que la abrumadora sociedad a la que pertenece le exigen. El poder de Camila se escurre entre sus dedos porque no tiene herramientas para sostener ese vínculo y sus derivaciones. El único poder que le queda al fin de cuentas es refugiarse en la paranoia que caracteriza a su clase social de pertenencia.
Este es un retrato cruel de dos mujeres haciendo de agentes de la representación de todo un nudo social mayor, de un Brasil que hoy trae a cuestas toda la carga social que pertenece a la etapa post Lula, donde la marea de violencia intraclases e interclases, es despiadada.
Murat sabe de mujeres, las conoce, ninguna de sus decisiones son azarosas o fútiles, aún los golpes más duros del relato apuntan a ver los actos de sus personajes en juego, dejando ante los ojos del espectador una reflexión nada ingenua y particularmente dolorosa pero profunda, de la compleja participación de la mujer en el tejido social latinoamericano de hoy.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria