EL PODER SIEMPRE MATA
Esta película cumple una función en la reproducción de un sistema de poder. Permite la catarsis de los espectadores, de modo que la experiencia cinematográfica purifique la mala conciencia producida por actos donde la mentira y el abuso son evidentes.
Gran parte del cine industrial estadounidense organiza su narrativa alrededor de la idea del héroe. Siempre habrá allí un héroe, un(a) jugador(a) solitario(a) que contra viento y marea remontará las situaciones más adversas y, aun a costa de perderlo todo, enfrentará a los poderosos. En la versión progresista o liberal, como les gusta decir en aquel país, este individuo enfrentará al Estado o a sus aparatos burocráticos / represivos. En la estirpe conservadora, el héroe luchará contra rusos, alemanes, inmigrantes o aparatos burocráticos / represivos.
En Poder que mata se cuenta la historia – basada en hechos reales – de Valerie Plame, una agente de la CIA destinada ocasionalmente en Irak a certificar la producción de armas de destrucción masiva en los tiempos previos a la segunda invasión a ese país. Durante su trabajo más que confirmar tal producción, se certifica la imposibilidad de la misma. En esa tarea colabora, convocado por una unidad a cargo del vicepresidente de la Nación, Joe Wilson, ex embajador demócrata y esposo de la agente Plame.
Si bien el informe de Wilson negaba el tráfico de material nuclear sensible, se decide la invasión engañando al presidente y al país sobre esa información. Y con la excusa de la existencia real o potencial de peligroso armamento, se decide la invasión de marzo de 2003. De esto deriva una secuencia de enfrentamientos entre Wilson y el vicepresidente, quien golpeando severamente a la pareja Plame – Wilson, revela la condición secreta de la agente, produciendo una grave crisis personal y efectos en las misiones ocultas que llevaba adelante.
Lo que hasta acá podría encuadrarse como un thriller político a la forma película de espías, muta rápidamente en un melodrama político (si es que tal tándem de géneros existiera). Y nuevamente la condición del héroe que mencionamos al comienzo ocupará el relato. Juntos o separados, en armonía o enfrentados, estos personajes solitarios (en tanto individuos con sus propios objetivos y principios) se enfrentarán con el poder omnímodo y ambicioso de un gobierno perverso.
A partir de este salto de género, la película se resiente. Tanto por el interés dramático, por la articulación entre los protagonistas y los antagonistas, como por la centralidad del melodrama familiar, el espectador siente que la primera mitad y la segunda forman dos películas diferentes. Aun cuando el trabajo minucioso de Watts y Penn no permite dar lugar a excesos dramáticos, la impronta de la problemática familiar elimina los rastros del interés histórico político en la trama y centra la tensión en la lógica de lo privado. Así la película se ubica en otro registro, lo que sin dudas desorienta al espectador, haciéndole despreocuparse del nuevo foco de conflicto. La segunda mitad es definitivamente pobre, dramática y formalmente, y solo recupera algo de tensión con los títulos finales.
Pero esto no es lo peor de esta película.
Poder que mata, formando parte de la larga tradición del “cine político” de la industria estadounidense – en su variante liberal - , se estructura a partir de un personaje – en este caso dos – que lucha por su propia convicción y básicamente en solitario, contra un sistema articulado y perverso. Sin embargo, el mal no surge de la propia estructura del sistema, sino de sujetos esencialmente malvados que se aprovechan del mismo. En este caso el sujeto portador de todos los males es, como en la mayoría de los relatos sobre la invasión a Irak, el ex vicepresidente Dick Cheney. Este sistema de representación instaurada por décadas de cine, instala en el centro de la escena a los individuos y deja de lado toda discusión sobre los procesos colectivos y la condición estructural de las relaciones de poder.
Poder que mata replica una fórmula conocida, auto indulgente y declamatoria, que aprovecha un hecho público cuyo impacto ya ha demostrado ser intrascendente incluso al interior de su propio país, para dar cuenta de la propia fe liberal, ejercicio rentable en tiempos de gobierno demócrata. Pero a su vez este héroe individual funciona como demiurgo que pone en acción el espíritu puro, altruista, universalmente justo de la sociedad estadounidense. El mismo espíritu que invocó pocos días atrás el presidente Barack Obama para justificar el asesinato del líder de la organización terrorista Al Qaeda. Mientras tanto, la misma sociedad que consume este producto generado por la sociedad del espectáculo asiste impávida – cuando no festeja - ante la reproducción del ejercicio militar de su poder sobre habitantes de otros lugares lejanos, a quienes sigue representando desde el exotismo “alla” siglo XIX.
Lo cierto es que películas como Poder que mata cumplen una función social esencial en la reproducción de un sistema de poder. Permite la catarsis de los espectadores, de modo tal que la experiencia cinematográfica purifique la mala conciencia producida por aquellos actos donde la mentira y el abuso son tan evidentes, que gran parte de los sujetos no podrían tolerarlo razonablemente. Este tipo de productos narrativos, son esenciales para reproducir un sistema de dominación que se autodefine como universalmente justo.